En una ocasión, allá por
la Inglaterra de principios del siglo XX, el escritor y ensayista G. K. Chesterton presentaba su obra El hombre que fue jueves (una reflexión
metafóricamente exquisita –Borges lo adoraba- sobre el libre albedrío y el mal
en todas sus formas). Entonces, a la pregunta de ¿es usted un demonio?, el premio Nobel de Literatura respondía: soy un hombre, y por lo tanto, tengo dentro
de mí todos los demonios.
Y es que la maldad, como bien sabía Chesterton y como
bien han contado también muchas otras grandes plumas de la literatura y el
pensamiento a lo largo de la historia universal, es capaz de adoptar siniestras
formas, sinuosas a veces, y más embelesadas y aparentemente inocuas, otras. Uno
piensa, quizá por eso de que cuanto mejor
es uno, más difícilmente llega a sospechar de la maldad de los otros, que
decía Cicerón, que la gente es buena por naturaleza, por ciencia infusa, casi
así como por ley natural, como casi sin quererlo. Uno, presa de una especie de
humanismo crédulo y casi estúpidamente ingenuo, confía en sus semejantes como
si éstos estuviesen hechos casi a semejanza de una, y cree que Chesterton se
equivocaba tildando de maldad ciertos actos que, en la vida real, no eran en
verdad más que errores de forma, pequeños defectos, despistes inocuos, pequeños
traspiés de carácter sin importancia, que todxs tenemos porque somos humanos,
porque nadie es perfecto y porque dos o tres argumentos de verdad comúnmente aceptada
me bastan para creer -soy idiota, lo sé, no me juzguen- que las personas malas,
las dañinas de verdad, las irremediablemente tóxicas, ésas que te ponen la vida
a morir si te descuidas, existen sólo en la ficción. Pero no.
Chesterton tenía razón cuando afirmaba que la Biblia nos dice que amemos a nuestros vecinos y a nuestros enemigos porque, probablemente, se trata de la misma gente.
Y
es que, efectivamente, son la misma gente. Son los mismos. Los que tras la
ignominiosa reforma laboral de este gobierno contratan y despiden trabajadoras
con un dinero subvencionado y público que no costea la explotación, la
precariedad y el mobbing al que se ven expuestas, por pura codicia sangrante y
por el puro placer de hacer daño; los que han reventado el mobiliario urbano y
las famosas “Pes” durante estas fiestas por darse el gustazo de hacer el mal,
por el puro placer de hacer daño; los que acosan psicológicamente a sus
trabajadoras y las adeudan dinero y horas por el puro placer de abusar de su
poder y hacer daño; los que corean a voz en grito “maricón el que no bote”
aireando orgullosos su homofobia y propagando el odio en plenas fiestas
patronales por el puro placer de hacer daño; los que pagan cientos de euros
para ver cómo un animal es torturado, humillado y, finalmente, asesinado, por
el puro placer de hacer daño; los que, de hecho, torturan y humillan y asesinan
a un animal, a cualquier animal, a un ser vivo, a cualquier ser vivo, por el
puro placer de hacer daño; los que saquean los cuerpos de las mujeres, las
vidas de las mujeres, a golpe de acoso callejero y machocracia, a golpe de
silbido, chanza, pavor o sobresalto, porque sienten que así son los dueños de
las calles, y de ellas, también, qué demonios, por el puro placer de hacer
daño. Nuestras conocidas, nuestras jefas de sección, nuestros novios
despechados, nuestras amantes, nuestros cuñados, nuestras hermanas, nuestros
párrocos y ese vecino tan discreto y tan amable que siempre saludaba en el
rellano.
También lo dijo Chesterton: los cuentos de hadas superan la realidad no porque nos digan que los dragones existen, sino porque nos dicen que pueden ser vencidos. Efectivamente, basta un gesto valiente para matar a Yago, una denuncia, una evidencia, un clamor, antes de que a Desdémona le hiera de muerte nuestra indiferencia.
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