Recuerdo
un anuncio de hace ya bastante tiempo. El spot -no recuerdo qué publicitaba-,
venía a reflejar algo así como todos los yoes que hay en un yo, a través de la
enumeración de todas aquellas cosas que el protagonista era, dependiendo de
para quién, de para qué y de para cuando. Es decir, aquel tipo, además de
“Pedro” era “papa”, era “hijo”, era “cuñado”, era “cariño”, era “señor”, era
“chico” y “caballero”, además de “corredor”, “jefe” y “empleado”. A simple
vista, podría parecer que el personaje de dicho anuncio en cuestión sufre una
especie de brote psicótico y tiene, directamente, personalidad múltiple. Otro
día hablaremos de las personalidades múltiples, pero no, ahora no quiero hablar
de ellas. Sí me interesa, en cambio, esa extraña sensación de ser varias cosas
a un tiempo; de desempeñar varios roles a la vez que, en ocasiones, puede
parecer que llegan a entrar en conflicto
entre sí. Y digo desempeñar varios roles porque, a fin de cuentas, la realidad
no es otra cosa que una constante mascarada cuyas reglas todos aceptamos y
convenimos en llamar “realidad”. Ser varias cosas a la vez. Serlo casi todo y
que eso, como por arte de magia, sea posible. Ser el amado y el amante, el
odiado y el odioso, el que manda y también quien obedece. Compaginar las dosis,
las medidas, las latitudes, las intensidades, los huecos, los tamaños. Modular la
voz porque eres quien canta y ajustar lo que haya en ella de acústico porque es
un hecho que eres también el que escucha lo cantado.
Escribo
todo esto mientras pienso en dos cosas: en una recopilación de relatos de
Enrique Vila-Matas que leí hace tiempo titulada Hijos sin hijos sobre aquellos que, como Kafka, esperan a que
llegue la tarde para ir a nadar –Hoy
Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde me fui a nadar,
escribió en su diario en agosto de 1914- ; y en aquellos cuatro versos de
Calderón que parecen, también, invitar a la displicencia burguesa y algo
atormentada de aquel baño vespertino de Franz Kafka: no hay tan desdichado que no tenga un envidioso, ni hay hombre tan
venturoso que no tenga un envidiado.
Se
preguntarán que por qué les cuento todo esto. Lo de Kafka y las piscinas. Lo
del baño y los versos. Y no crean, que yo también me lo pregunto. Pero sospecho
que tiene que ver con aquel asunto del anuncio del que les hablaba al
principio, con lo de ser varias personas al mismo tiempo; con lo de hablar por
boca de Kafka y también de Calderón; con ser dentro de una y al unísono, Rusia,
Alemania y quienes nadan en las piscinas los días en los que estallan las
grandes guerras mundiales.
Hace
unos días escribí un cuento. El último de lo que quiere ser una colección de
cuentos ilustrados. Yo me he encargado del texto y la artista plástica y sin
embargo amiga –por aquello de que los artistas plásticos no tienen muy buena
prensa socioafectiva- Vesna Bolanca los ha ilustrado maravillosamente. Una
colección de cuentos que ayer mismo por la mañana presentamos a concurso. Una
colección de cuentos que me pone en el lugar donde explotan las bombas, aunque
sea metafóricamente. Una colección de cuentos que me expone al juicio de otros,
que me deja al descubierto ante las críticas, expuesto a los desperfectos, a
las propias miserias, a las carencias, a los peros, a los cabos sueltos.
Presentarte a un concurso no es fácil, porque de pronto hay un millón de ojos
puestos en tu cogote esperando que algo pase. Lo que sea, pero algo. Y se
supone que tú tienes que estar a la altura. Y se supone que no eres Rusia, pero
en verdad eres Rusia casi todo el tiempo. En verdad, exponerse es bastante
parecido a ser una novela de Alexander Solyenitzin. Como si tu cuerpo fuese Agosto
de 1914 todo el tiempo. Y no es bonito ser Agosto de 1914. A no ser que vayas a
nadar. Y ni siquiera.
Pero
ayer no fui a nadar. Por la mañana me presenté a concurso, como quien se alista
voluntario, y por la tarde nada de piscina. Trabajé en casa durante horas. Un
trabajo mal pagado, o pagado apenas. Un trabajo mal reconocido, o reconocido
apenas. Lectura previa de novelas presentadas a concurso. A otro concurso, a un
concurso cualquiera. Mi trabajo ha consistido en enjuiciar el trabajo de otros,
en avivar mi espíritu crítico de lector competente, en detectar los
desperfectos, las miserias ajenas, las carencias de los otros, sus peros, sus
cabos sueltos. Ser jurado o lector de un concurso no es fácil, porque de pronto
tienes que poner tus dos ojos en millones de cogotes literarios esperando a que
algo pase. Lo que sea, pero algo. Y se supone que tú tienes que estar a la
altura. Y se supone que no eres Alemania, pero en verdad eres Alemania casi
todo el tiempo. En verdad, juzgar y enjuiciar es bastante parecido a ser una
novela de Alexander Solyenitzin. Como si tu cuerpo fuese Agosto de 1914 todo el
tiempo. Y no es bonito ser Agosto de 1914. A no ser que vayas a nadar. Y ni
siquiera.
Pero
nadar ayuda. Eso está claro. Por eso hoy he ido a la piscina. Para deshacerme
de lo que pudiera quedar en mí de Rusia, de Alemania y de los cañones de
agosto. Porque, contra lo que pudiera pensarse, nadar no te deja indiferente,
sino que te deja espacio, cierta distancia de ti mismo y tus batallas. El
espacio necesario para hacer de tu cuerpo un armisticio. La tregua que uno se
concede a uno mismo, pero también a los otros. La ocasión de ser a veces, sin
miedo a las bombas, todos los demás.