En el colegio de monjas en el que yo estudié había
una capilla grande y ancha como una fiesta. Sólo que nunca era una fiesta, sino
una especie de iglesia enorme, dentro de un colegio aún más grande todavía.
Cuando la primavera llegaba a su punto cumbre, y los días crecían de un modo
paralelo a las esperanzas de que el fin del curso escolar llegase, era el
momento que las monjas elegían para adorar a la virgen y mayo era, sin duda,
siempre el mes elegido.
Supongo
que habrá mil excusas teologales que hayan querido darse y explicarse al hecho
de que sea, precisamente, el mes de la primavera, el solecito y la
polinización, el mes dedicado a la Virgen, quien representa, precisamente, más
bien lo opuesto al intenso y sexuado despertar hormonado de la vida. Pero el
caso es que todos los viernes del mes de mayo –y en ocasiones las fechas se
repetían también entre semana- llevábamos flores a la Virgen allí, en la capilla;
porque la Virgen era buena, y era la madre de Dios y todo eso y, por lo
visto, también le gustaban las flores, especialmente el mes de mayo, de un modo
casi desmedido. Así que nuestras madres compraban gladiolos, o cualquier otra
flor blanca de pureza ejemplar y ejemplarizante, que después ofrecíamos en
frondosos y castos ramos adornados a tal efecto, en uno de los laterales del
altar mayor, que era donde la figura policromada de la Virgen Madre se
encontraba, casi escondida, porque el lugar presidencial de la capilla siempre
lo ocupaba un Cristo. Fuese como fuese. Llevábamos flores, cantábamos canciones
que tenían muchas veces la palabra “madre” y la palabra “pura” y la palabra
“santa” y, por lo que respecta a la pérdida de considerables minutos de las
clases de matemáticas –a primera hora casi siempre- el mes de mayo éramos,
hormonal y matemáticamente hablando, un poco más felices.
Pero el 31 de mayo no tardaba nunca en llegar, y con él y el nuevo mes, desaparecía de pronto esa especie de amor fervoroso y urgente que debíamos sentir hacia la Virgen. Ese protagonismo de la figura virginal, esa devoción mariana, se esfumaba tan rápido como la vida de aquellos blanquísimos gladiolos, mustios ya, encogidos, secos y renegridos apenas unos días después de ser entregados en ofrenda.
De
la Virgen no se volvía a saber nada hasta nueva orden, esto es, hasta el año
siguiente, cuando el mes de mayo llegaba de nuevo y con él, el fervor mariano y
los gladiolos. El resto del año se seguía yendo a la capilla del colegio, por
supuesto, pero a la Virgen, cuya policromía estaba bien apartada del altar
mayor, no se le hacía ni caso, y las canciones que se cantaban el resto del año
decían cosas como “padre”, “nuestro señor” o “Dios”, pero nada de “pureza” o de
“flores”.
Crecí. Terminé mis estudios en un instituto público, y después en una universidad pública y como no tardé en aprender que “a quien madruga dios no existe” he vivido, en la medida de lo posible, al margen de preceptos y consignas religiosas. Y digo en la medida de lo posible porque vivo en un país en el que, todavía, se mezcla la política con la religión; donde los líderes eclesiásticos tienen en los medios de comunicación más protagonismo y más poder que la educación, la cultura o los servicios sociales; donde el parlamento no legisla tanto a golpe de libros civiles como sagrados y donde los zapatos de los ministros parecen pisar las calles mucho menos de lo que parecen frecuentar las sacristías.
En
cualquier caso, con los pies ya en suelo laico, en todo lo laico que puede ser
este suelo, vengo a notar ciertas consignas que empiezan a sonarme familiares;
como si aquellos gladiolos virginales de mi adolescencia hubiesen venido hasta
aquí, y se hubiesen hecho de nuevo, un hueco en tierra pagana, sólo que
cambiando mayo por marzo, por el 8 de marzo, concretamente. Así, si mayo era el
mes de la Virgen, marzo es el mes de “la mujer”. Una mujer que, tal y como es
presentada en los medios, dista poco de la madre de Dios. Abnegada, virginal,
entregada a los cuidados, madre o deseosa de serlo, y un sinfín de adjetivos
más que funcionan a modo de coraza social, de dispositivo opresor y
peligrosísimo, que genera una imagen estereotipada de lo que ha de ser una
mujer, y que penaliza y deja fuera a todas las demás.
Pero
el mes de marzo pasa y las mujeres –y todos aquellos cuerpos que no encajen en
el concepto biológico de “hombre”- siguen siendo objeto de abuso laboral, de
terrorismo machista, de acoso callejero, de invisibilización, de brecha
salarial, de precarización laboral, de explotación sexual, de tutela de sus
cuerpos, de imposibilidad de acceder a posiciones de poder y de un sinfín de
abusos y violencias de alta y baja intensidad, que hubiesen sido atajadas hace
mucho, si en el centro de este altar nuestro –laico o no, pero siempre
heteropatriarcal- no estuviese impertérrita la figura del pantocrátor, del
hombre, del macho, del dios, del señor generoso o justiciero, eso da igual,
bondadoso o cruel, pero cargado de poderes todo el año, de flores todo el año,
como un enorme e inagotable devorador de los derechos de las otras encantado de
haberse conocido.