La Metamorfosis
de Kafka cumple en estos días 100 años. Una de las novelas más alucinantemente
lúcidas y dementes –sí, ambas cosas a veces se dan en el arte de un modo
maravilloso- que se han escrito nunca, cumple un siglo, nada menos. Y tal vez
no sea casual que los días en los que se conmemora la mutación de ese
respetable y anodino hombre gris que fuera en la novela Gregorio Samsa,
coincidan también con mi propia metamorfosis.
Según el
diccionario, una metaformosis es un cambio
o transformación de una cosa en otra, especialmente el que es sorprendente o
extraordinario y afecta a la fortuna, el carácter o el estado de una persona.
Tal vez esta definición resulte demasiado chispeante, después de todo –ya
sabemos lo que les gusta a los señores de la RAE almidonar las palabras con
toda esa apabullante y suntuosa naftalina lexicográfica- y, en mi caso, mi
metamorfosis no tenga nada de extraordinario o sorprendente, pero el caso es
que sí podemos hablar de cambio o transformación de una cosa en otra, de
variación, de mudanza –como les gustaba decir a los clásicos-, de “a otra cosa
mariposa”, como preferimos decir nosotros.
No deja de ser
curioso que para formular una frase hecha cuyo significado es, precisamente, el
de abandonar una cuestión o estado, elijamos precisamente al animal mutable por
excelencia. La mariposa, célebre por su metamorfoseo, viene a protagonizar una
de las frases hechas que más puertas al cambio nos abre y que resulta ser algo
así como el modismo de la muda, la frase que Gregorio Samsa hubiese pronunciado
alguna vez, la expresión que Kafka hubiese utilizado si hubiese escrito su
Metamorfosis en la lengua de las mariposas –antes conocida como lengua de
Cervantes-.
Todo estado,
Kafka lo sabía, es provisional. Y la provisionalidad de mis palabras en este
espacio, mi voz en este periódico, al menos de manera regular, termina con este
artículo mutante que ustedes ahora leen. Han sido siete años de compartir con
ustedes cosas y casos, palabras deshilachadas e hilos de pensamiento sobre la
ciudad, sobre la vida, e incluso sobre mí mismo, llegado el caso; pero ha
llegado el momento de la mutación, del cambio, de la muda. Porque cuando algo
se hace desinteresadamente, sin recibir a cambio más que la atenta lectura de
ustedes –que no saben hasta qué punto agradezco-, o se hace con infinito amor o
no se hace. O se hace, como el amor, con deseo y entusiasmo, o es mejor
dejarlo.
La cultura, en
el momento histórico que ahora vivimos, está siendo ninguneada sistemáticamente
con el firme objetivo de llevarla hasta el descrédito, hasta el ridículo, lo
que está impactando de un modo alarmante en los medios de comunicación y de
difusión, que son los encargados de difundir y también de cuidar toda esa
cultura, todo ese saber. Pero la precariedad también se está cebando con esos
medios. Mejor dicho, no con los medios, sino con los profesionales que trabajan
para esos medios. Redactores en prácticas, fotógrafos subcontratados, falsos
autónomos y otra serie de via crucis laborales por los que pasan los
trabajadores y las trabajadoras –altamente cualificadas, formadas y
profesionales- que levantan los medios de comunicación de toda España. Siento
que a toda esta gente que nos mantiene informados, que trae a nuestras casas
una ventana abierta al mundo, y a la que todavía le sigue importando la
libertad de prensa, la libertad de expresión y el derecho a saber, a conocer lo
que ocurre y cómo de un modo crítico y reflexivo, le debemos no sólo gratitud,
sino también un respeto. Un respeto que, personalmente, éticamente, me estaba
siendo imposible conciliar, pues siento que, con cada letra que escribo, con
cada cosa que les cuento desde aquí –más acertada o menos- estoy fomentando, de
algún modo, a que esa dantesca rueda de la miseria laboral se perpetúe. Como si
me fuese a la fasa de voluntario a ponerle gratis los asientos al Megane, para
que ustedes me entiendan. Pues bien. Esta es mi manera personal de mostrarles
ese respeto. Callando mi voz en este espacio. Silenciando la tribuna que aquí
he tenido abierta desde hace, como digo, alrededor de siete años. Una tribuna
que ha hecho posible que mi voz llegara a todos los rincones de la ciudad y de
la provincia, una tribuna que ha sido alumbrada como un privilegio. Un
privilegio del que estoy agradecido, pero del que ya no quiero disfrutar.
Entiéndame. De hecho, quizá ahora todo el privilegio radique en eso, en poder
decidir libremente el camino de tu mutación; en poder decir libremente “a otra
cosa, mariposa”.
No sé si esta
decisión puede tildarse de audaz o de tibia, pero tampoco es algo que me
importe demasiado. Me importa mucho más, ya digo, la situación de la cultura en
España, la situación del periodismo en España, emparentado en sus altas esferas
con los altos poderes políticos, económicos y empresariales, mientras a pie de
calle prolifera la “becarización”, los contratos basura, y una suerte de
“voluntariado” profesional que avergonzaría a cualquier país con un mínimo de
cultura democrática.
Dice Kafka que
un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado que hay dentro de nosotros.
Y yo creo que tiene razón. Y creo también que el arte, la cultura en general,
debe ser esa hacha. La voz entusiasta es esa hacha. La voz colmada de alegría y
de fe en sí misma es esa hacha. El cambio, la muda, la metamorfosis. El saber
decir las palabras “crisálida” y “mariposa” sin que ninguna de las dos resulte
mejor que la otra y que ambas tengan sentido. Mutar. Ser mutante. Ser un ser
mutante. Reconocerse en el cambio. En las variables. Resultar paradójicamente
coherente. Encontrar remanso en la contradicción. Ganarse el respeto y
entregarlo de vuelta. Estar y ser agradecido.
Escúchese si se quiere, aquí, que Me gusta mutar.