jueves, 14 de noviembre de 2013

Heterosexualidad, identidades, y otras formas de fraudulencia


Hay quien lo llama así, Quien lo llama asá. De mil formas. Yo lo llamo fraudulencia, que se parece al fraude, pero es mucho más simbólico y menos pragmático que éste, y por eso escuece más, y se ve menos, y los surcos que dibuja en la piel son tan dañinos como insignificantes. Va de otrxs, pero va de mí. O mejor: va de mí porque otrxs van de mí para mostrar lo mejor de ellxs mismxs. O no lo mejor, pero lo que quieren que el resto vea, en cualquier caso. La historia que quieren contar como si fuese su historia, sólo que sin tropezar para contarla.

¿Sabes cuando sabes que no es verdad la verdad? ¿Sabes cuando sabes que no va de admiración, porque quien admira respeta y quien respeta nombra? Borrar los nombres de las cosas que luces como propias es como hurgar sin permiso en los cuerpos de lxs otrxs. 

Somos lo que somos, quienes somos, en buena medida, en función de cómo nos nombramos, de cómo nos contamos ante el resto, de cómo nos mostramos al mundo. Cuando alguien se cuenta a sí mismx, se muestra al mundo de un modo que el mundo reconoce como identidad. No estoy hablando se ser genuinx, por dios, sólo hablo de ser íntegrx. Si alguien se presenta al mundo como yo, a mi modo, con mis sustantivos, con mis cadencias, con mis neuras, mis ideas, mis estructuras sintácticas, mis fobias, mis peinados, mis detritos y mis plantas de jardín, no está queriendo ser yo, sino usurpar mi identidad. Identidad que se nutre a cada paso de esa pequeña mitología cotidiana que cada unx proyecta de sí mismx. Al utilizarla, al usarla deliberadamente como propia, esx otrx se convierte públicamente en mí, y yo en una especie de vida al margen, de marca de agua que palidece ante una gran mano que amenaza, Milan en mano, con borrarme del mapa. De mi propio mapa. Como si todo fuese una metáfora de las identidades nihilistas en stop motion y nuestra vida allí, hecha de trazos precarios de grafito y plastilina.

Y cuesta, joder. Cuesta hacerse con un arsenal más o menos digno de utensilios identitarios. Cuesta juntar tus cadencias y contraer tus neuras y soportar tus cortes de pelo y adaptarte a tus manías morfosintácticas y defender con dignidad espartana todo eso, tus pequeños mitos domésticos, casi insignificantes; pero tuyos, al cabo, qué demonios. Con lo que cuesta, ya digo, y resulta que luego vienes tú, pelmazo, memo vestido con mis trajes, como decía Biedma, a ponerlo todo hecho un cristo y a fingir que aquí está pasando lo mismo que en el poema de Biedma sólo que sin mariconeos. Como si tú fueras yo o yo fuera tú o algún otro pérfido juego de espejos.

Con lo que cuesta leer ciertos libros, joder, y amar de ciertas maneras. Con lo que cuestan algunos trajes tejidos con hilos enhebrados en años. Con lo que cuesta enmendarse y desremediarse; hacerse la guerra y hacerse las paces al estilo propio; y hacerse el amor, también, con amor, de vez en cuando. Con lo que cuesta ser esto o aquello; licenciarse una vez, licenciarse dos; equivocarse de ese modo unas veces, acertar de ese otro otras muchas. Con todo lo que se fragua, lo que se queda, mientras tanto, y con lo que se va, que también mis agujeros me conforman. Pero de pronto alguien llega a tu stopmotion, agarra tu D.N.I. mitológico, simbólico, y se lo lleva de un plumazo metido en una caja. Ya sabéis, una de esas cajas que pueden transportarse fácilmente, y tú te quedas ahí, grafito y plastilina, en medio de tu stopmotion:; pero tu stopmotion ya no es tu stopmotion, porque tú ya no eres tú casi nada. Como una joyería a la que le roban todas las joyas, que ya no es una joyería casi nada; así que te quedas ahí, como digo, sin casi ser tú, siendo tú poquísimo, apenas lo justo para acabar la stopmotion y llamar a la policía, porque la joyería está limpia, como tú. Policía, me han limpiado la joyería. Y la policía que no, que una joyería sin joyas ya no es una joyería y que si no eres una joyería no puedes denunciar el robo de algo que no eres. Y tu cara se vuelve taciturna en la stopmotion, y te crecen ojeras de grafito muy grueso y muy oscuro y dejas caer el teléfono al suelo, muy muy despacio, como caen las cosas que se pierden para siempre, con esa especie de lentitud obscena en primer plano que lo pone todo perdido en cuanto a resolución de tiempo y espacio se refiere, y entonces quizá lloras algo, o quizá muy poco, no sé, pero acuarela azul en cualquier caso; y por otro lado la caja llena de tus cosas, la caja llena de ti, sostenida por alguien verdaderamente fraudulento -en mi caso, casi siempre una de esas "nuevas masculinidades"-, que sonríe con tu gesto y dice cosas morfosintácticamente tuyas, pero sintiéndose hegemónico, mucho más que tú, desde luego, mucho más poderoso, mientras pone en escena también, tus propios miedos y errores, pero desde la hegemonía de quien tiene el poder, desde el cetro acolchado y sólido de quien se sabe bendecido por el resto, por el ojo poderoso que vigila. Porque, como dice Belén Gopegui, esta historia no trata tanto de lo que no se ve como de lo que, viéndose, no se mira.

Porque a fin de cuentas, lo peor de todo esto es que quien se apropia de tus cosas y las mete en una caja tiene más pinta de propietario de la caja que tú mismo. Ése sigue siendo el maldito problema. Y tiene que ver con que su masculinidad es hegemónica y la tuya construida; y tiene que ver con que su deseo es el deseable y el tuyo el desviado; y es muy probable que tenga también mucho que ver con el hecho de que su polla sea de carne y la tuya, como la de Michael/Laure en Tomboy, de plastilina. De hecho, de eso estoy hablando, de la construcción de la identidad. De cómo hace veinticinco años yo era Michael/Laure, de algún modo, y él, de algún modo, mi miedo al ridículo de entonces. Y de cómo, veinticinco años después, las cosas  no han cambiando mucho. Lo suficiente como para que yo haya hecho de mis temores mis resistencias, sí, pero no lo suficiente como para que las cosas que hay en esa caja me sean, a ojos del mundo, más propias a mí que a quien me las quita.

La heterosexualidad lo usurpa todo. De todo se apropia, porque sabe que tiene el beneplácito de ella misma, un mundo hecho a su medida, construido para que todos sus movimientos parezcan gráciles y naturales (ay, la naturalidad) en su cuerpo social. Lo quiere todo. Y se lo lleva. La adaptabilidad trans, la supervivencia queer, la ternura vibrante construida sólo en el extrarradio de los afectos, de las sexualidades periféricas, la valentía intersex en medio de la sofocante dictadura binarista, el amor que no se nombra, la expresión que te deja en la cara el amor no nombrado, y los sonetos del amor oscuro. La heterosexualidad quiere escribir los Sonetos de amor oscuro, y no. El problema es que finge hacerlo y lo hace. Acaba por hacerlo, más pronto o más temprano, y los mete en una caja. Los mete en esa caja y se los lleva tan campante, con esa campechanía real -naturalmente- que tiene la heterosexualidad. Y tú llamas a la policía, pero la policía -¡sorpresa!- es también quien se aleja con tu caja entre los brazos, no nos engañemos, sonriendo con esa clase de sonrisa tuya, que un día fue tuya, quiero decir, que te perteneció, que te construyó y construiste, y él camina ufano, cargado con esa caja llena de tus cosas entre sus grandes manos hegemónicas de varón heterosexual (¡oh, las manos del hombre!) pensando: ¡Eh! ¡Qué gran capacidad de escucha tengo! ¡Estoy tan en sintonía con el mundo y sus seres más necesitados y eso me hace ser tan mejor persona! Soy tan tierno como una mujer, tan sensible como un marica, tan excitante como unx trans y tan descaradamente sexy como una bollera. Soy el paradigma, el gran hombre nuevo heterosexual, la nueva masculinidad. Y me he redimido. Gracias, mundo, por entregarme esta caja llena de cosas valiosas que van a construirme, que van a hacer de mí lo que ya soy por naturaleza después de que, por supuesto, las despolitice, para hacer no sólo que sean mías, sino borrar toda posibilidad de que alguna vez hayan sido de otrx.

Entonces, en ese momento, la luz va perdiendo intensidad, la cámara va apagándose poco a poco y tú sigues ahí, pero casi ya no. Tu polla de plastilina casi ya no, y todo lo que hacía de ti tú, se va borrando poco a poco en tu stopmotion. Y entonces, se apaga la luz, y en un punto de la imagen, como en una Rayuela virtual, una curva de puntos de grafito une tu yo borrado con tu caja mitológica, todavía en las manos zombies de esa nueva masculinidad heterosexual que ni siquiera tuvo la comezón de sentirse fraudulenta, incluye un link casi tonto, tan tonto como imprevisto, que cierra tu stopmotion y te lleva a esta canción


y a esta otra... si me apuras.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

APRENDER Y EVITAR

Llevamos ya mucho tiempo con el tiempo echándosenos encima. Mucho. Tal vez demasiado. No. Tal vez no. Seguro. Demasiado tiempo a vueltas con las horas y los meses y los días. Demasiado tiempo pendientes del tiempo y sus manecillas terribles, implacables, y demasiado tiempo olvidando los ritmos, sin embargo. Los ritmos de las cosas. Como si viviésemos en una especie de Trastorno de Déficit de Atención por Hiperactividad cronológica, o algo así, pero a escala planetaria.

Una acuciante necesidad enfermiza de acontecimientos nos apremia a cada paso, y no sabemos ser ni estar si no es solapando unos tiempos con otros, unas fechas con otras, sin saber disfrutar de ninguna, en realidad, sin dejarnos acariciar por el tiempo. Tengo una amiga que dice que el tiempo es una putada, pero yo creo que no. Yo creo más bien, que el tiempo es un chicle de un sabor rematadamente raro, y uno puede masticarlo, estirarlo y explotarlo todo el tiempo que quiera, valga la redundancia, y hacer de esa pequeña bola irregular y pegajosa, más o menos, lo que le venga en gana. El problema, en realidad, es que los seres humanos, antes que animales de costumbres somos animales de imitaciones, y uno sólo puede hacer con sus cosas aquello que ha visto hacer a los demás con las suyas. Eso, que es en realidad tan simple, tiene unas aristas tan afiladas como la navaja de un barbero, porque supone tanto como decir que lo que no se ve no existe. No existe porque, simplemente, no puede ser visto ni, por tanto, contemplado como una realidad posible, como una posibilidad.

Este sistema básico, casi primario, yo diría, es en el que, en realidad, se basa nuestra realidad occidental; desde las cuestiones de Estado hasta aquellas otras más cotidianas y triviales pero no por ello menos importantes. Para controlar algo o a alguien, ya sea a una persona o a millones de ellas, basta con llevar a cabo, de manera simultánea, dos procesos bien sencillos y precisos: por un lado, invisibilizar todo aquello que no interesa que sea conocido por la mayoría, porque implicaría una mayor autonomía de ésta y por tanto, una pérdida de control y poder sobre ella; y por otro, sobreexponer a la vista de esa misma inmensa mayoría todo aquello que interesa que sea conocido –y finalmente deseado- por ella. Es muy posible que si te ponen delante un plato de acelgas una y otra vez, acabes por odiarlas, pero si miras a tu alrededor y ves a todos tus semejantes comiendo acelgas de un modo entusiasta, sentirás, de algún modo, que eres tú quien está equivocado, así que acabarás por abrir la boca de manera voluntaria –y lo que es peor aún, hasta entusiasta- y deglutirás tú mismo con amor todo aquello que han programado que adores, aunque sin esa sobreexposición sólo te hubiese despertado rechazo o a lo sumo indiferencia.

Estoy hablando de algo sencillo. Hablo de algo básico que ya se recoge en aquel refrán tan letal que se atreve a afirmar sin el más mínimo pudor que el roce hace el cariño. El roce hace el cariño. Como lo leen. No el goce, no, sino el roce, esto es, la sobreexposición, la reiteración, la repetición y el machaque hasta el hartazgo. Esa clase de reproducción tozuda, porfiada, insistente, tenaz y machacona que está y se hace presente de un modo constante, sin tregua, sin descanso, en cada cosa de la vida y, sobretodo, en cada cosa que de la vida nos toca. El poder, en todos sus ámbitos, es un estratega muy simple. Primero nos aísla y después nos dice qué hemos de hacer para no sentirnos tan solos. El capitalismo, por ejemplo -pero no sólo-, con sus múltiples tentáculos confusos, nos crea necesidades donde no había carencias y toda necesidad creada es un agujero, a fin de cuentas. No quiero ese coche porque sea el coche que quiero, necesariamente, sino porque es el coche que se han empeñado que quiera. Es el que quieren que vea, una y otra vez, para acabar por desearlo. Igual no tengo carné de conducir. Igual voy andando al trabajo, o en bicicleta, igual nunca me han gustado los coches, pero todo se pone en marcha hacia él porque el mundo se ha empeñado en que así sea. La radio, la prensa, la tele, los amigos, la imagen pública, los vecinos, la presión social, las leyes, la anatomía de la ciudad, su urbanismo, su pulso, sus ordenanzas municipales. Todo. Absolutamente todo. Cada pieza de esta intrincada maquinaria tóxica nos empuja a un deseo inoculado, a un único plan que no tiene por qué ser el nuestro pero que, a falta de más referentes que nos muestren otros modelos de transporte, de ciudad, de cohesión social o de modos de vida, y ante el hecho de que todo parece moverse hacia allí, resulta verdaderamente difícil diferenciar entre lo que es de uno y lo que el mundo te mete en los bolsillos.

Lo mismo ocurre con nuestra educación sentimental, escuálida, dañina y tóxica como el gas natural, aparentemente inocua e inodora, como el gas natural, que nos adormece en juegos florales de lírica provenzal, con el dióxido de carbono que acabamos inhalando por la mala combustión de nuestros afectos, que los vínculos afectivos enfermizos se encargan en disfrazar de sueños inducidos de amor y deseo. Y otra vez el coche, y la publicidad engañosa, y en el amor, también, la publicidad engañosa, y los trucos sucios de poder y hegemonía, y la monogamia heterocéntrica y patriarcal, y el amor romántico, que no es un mito, como el Ratoncito Pérez o el Hombre del Saco, sino que es real, como las estrategias de dominación en las que se basa y los urbanismos emocionales que traza en nosotros, diseñando nuestras ciudades afectivas en base a un único modo posible de amar y de gestionar el amor y los afectos, mapeándonos la sentimentalidad con esa única estrategia cartográfica, presionando socialmente con los afectos, un único modo posible, vecinos, amigos, extraños como guardianes y a su vez víctimas también, de un único y hegemónico proyecto que legisla, de un modo solapado pero infalible, estrategias de control sobre los afectos que funcionan como leyes no escritas, como ordenanzas sentimentales que nos dicen cómo debemos ir al amor y lo afectos, sin importar si queremos caminar o ir, tal vez, en bicicleta a los quereres.
No soy uno que aprende, decía Bukowski, soy uno que evita. Y yo creo que aprender es, más bien, evitar, casi todo el tiempo.