Llevamos ya mucho tiempo con el tiempo echándosenos encima. Mucho. Tal
vez demasiado. No. Tal vez no. Seguro. Demasiado tiempo a vueltas con las horas
y los meses y los días. Demasiado tiempo pendientes del tiempo y sus manecillas
terribles, implacables, y demasiado tiempo olvidando los ritmos, sin embargo.
Los ritmos de las cosas. Como si viviésemos en una especie de Trastorno de
Déficit de Atención por Hiperactividad cronológica, o algo así, pero a escala
planetaria.
Una acuciante necesidad enfermiza de acontecimientos
nos apremia a cada paso, y no sabemos ser ni estar si no es solapando unos
tiempos con otros, unas fechas con otras, sin saber disfrutar de ninguna, en
realidad, sin dejarnos acariciar por el tiempo. Tengo una amiga que dice que el
tiempo es una putada, pero yo creo que no. Yo creo más bien, que el tiempo es
un chicle de un sabor rematadamente raro, y uno puede masticarlo, estirarlo y
explotarlo todo el tiempo que quiera, valga la redundancia, y hacer de esa
pequeña bola irregular y pegajosa, más o menos, lo que le venga en gana. El
problema, en realidad, es que los seres humanos, antes que animales de
costumbres somos animales de imitaciones, y uno sólo puede hacer con sus cosas
aquello que ha visto hacer a los demás con las suyas. Eso, que es en realidad
tan simple, tiene unas aristas tan afiladas como la navaja de un barbero,
porque supone tanto como decir que lo que no se ve no existe. No existe porque,
simplemente, no puede ser visto ni, por tanto, contemplado como una realidad
posible, como una posibilidad.
Este sistema
básico, casi primario, yo diría, es en el que, en realidad, se basa nuestra
realidad occidental; desde las cuestiones de Estado hasta aquellas otras más
cotidianas y triviales pero no por ello menos importantes. Para controlar algo
o a alguien, ya sea a una persona o a millones de ellas, basta con llevar a
cabo, de manera simultánea, dos procesos bien sencillos y precisos: por un
lado, invisibilizar todo aquello que no interesa que sea conocido por la
mayoría, porque implicaría una mayor autonomía de ésta y por tanto, una pérdida
de control y poder sobre ella; y por otro, sobreexponer a la vista de esa misma
inmensa mayoría todo aquello que interesa que sea conocido –y finalmente
deseado- por ella. Es muy posible que si te ponen delante un plato de acelgas
una y otra vez, acabes por odiarlas, pero si miras a tu alrededor y ves a todos
tus semejantes comiendo acelgas de un modo entusiasta, sentirás, de algún modo,
que eres tú quien está equivocado, así que acabarás por abrir la boca de manera
voluntaria –y lo que es peor aún, hasta entusiasta- y deglutirás tú mismo con
amor todo aquello que han programado que adores, aunque sin esa sobreexposición
sólo te hubiese despertado rechazo o a lo sumo indiferencia.
Estoy hablando
de algo sencillo. Hablo de algo básico que ya se recoge en aquel refrán tan
letal que se atreve a afirmar sin el más mínimo pudor que el roce hace el
cariño. El roce hace el cariño. Como lo leen. No el goce, no, sino el
roce, esto es, la sobreexposición, la reiteración, la repetición y el machaque
hasta el hartazgo. Esa clase de reproducción tozuda, porfiada, insistente,
tenaz y machacona que está y se hace presente de un modo constante, sin tregua,
sin descanso, en cada cosa de la vida y, sobretodo, en cada cosa que de la vida
nos toca. El poder, en todos sus ámbitos, es un estratega muy simple. Primero
nos aísla y después nos dice qué hemos de hacer para no sentirnos tan solos. El
capitalismo, por ejemplo -pero no sólo-, con sus múltiples tentáculos confusos,
nos crea necesidades donde no había carencias y toda necesidad creada es un
agujero, a fin de cuentas. No quiero ese coche porque sea el coche que quiero,
necesariamente, sino porque es el coche que se han empeñado que quiera. Es el
que quieren que vea, una y otra vez, para acabar por desearlo. Igual no tengo
carné de conducir. Igual voy andando al trabajo, o en bicicleta, igual nunca me
han gustado los coches, pero todo se pone en marcha hacia él porque el mundo se
ha empeñado en que así sea. La radio, la prensa, la tele, los amigos, la imagen
pública, los vecinos, la presión social, las leyes, la anatomía de la ciudad,
su urbanismo, su pulso, sus ordenanzas municipales. Todo. Absolutamente todo.
Cada pieza de esta intrincada maquinaria tóxica nos empuja a un deseo
inoculado, a un único plan que no tiene por qué ser el nuestro pero que, a
falta de más referentes que nos muestren otros modelos de transporte, de
ciudad, de cohesión social o de modos de vida, y ante el hecho de que todo
parece moverse hacia allí, resulta verdaderamente difícil diferenciar entre lo
que es de uno y lo que el mundo te mete en los bolsillos.
Lo mismo
ocurre con nuestra educación sentimental, escuálida, dañina y tóxica como el
gas natural, aparentemente inocua e inodora, como el gas natural, que nos
adormece en juegos florales de lírica provenzal, con el dióxido de carbono que
acabamos inhalando por la mala combustión de nuestros afectos, que los vínculos
afectivos enfermizos se encargan en disfrazar de sueños inducidos de amor y
deseo. Y otra vez el coche, y la publicidad engañosa, y en el amor, también, la
publicidad engañosa, y los trucos sucios de poder y hegemonía, y la monogamia
heterocéntrica y patriarcal, y el amor romántico, que no es un mito, como el
Ratoncito Pérez o el Hombre del Saco, sino que es real, como las estrategias de
dominación en las que se basa y los urbanismos emocionales que traza en
nosotros, diseñando nuestras ciudades afectivas en base a un único modo posible
de amar y de gestionar el amor y los afectos, mapeándonos la sentimentalidad
con esa única estrategia cartográfica, presionando socialmente con los afectos,
un único modo posible, vecinos, amigos, extraños como guardianes y a su vez
víctimas también, de un único y hegemónico proyecto que legisla, de un modo
solapado pero infalible, estrategias de control sobre los afectos que funcionan
como leyes no escritas, como ordenanzas sentimentales que nos dicen cómo
debemos ir al amor y lo afectos, sin importar si queremos caminar o ir, tal
vez, en bicicleta a los quereres.
No soy uno que aprende, decía Bukowski, soy uno que evita. Y yo creo que
aprender es, más bien, evitar, casi todo el tiempo.
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