domingo, 9 de febrero de 2014

GALLARDÓN Y UN GATO PERSA

Algunas decisiones se toman a lo loco. Es verdad.

                Sin embargo, hay veces que tenemos la obligación, pero también la potestad, de hacer que nuestras decisiones afecten de un modo directo a las vidas de las demás, incluso en los casos en los que esas mismas decisiones que tomemos, no tenga apenas incidencia directa en nuestras vidas. Es en esos casos en los que tenemos en nuestro haber un poder inmenso, casi imposible de describir aquí, un poder fácilmente inabarcable, muy parecido al que detentaban los monarcas europeos antes de la caída del antiguo régimen, y es por eso que, cuando tenemos todo ese power en nuestras manos, tenemos muchas posibilidades de convertirnos precisamente en eso, en señores monarcas despóticos y tiranos, por los que no parece haber pasado aún ni el Siglo de las Luces.

                Cuando eso pasa, cuando somos una de esas personas que tiene un enorme poder sobre las otras, un poder grandísimo que nos permite tomar decisiones sobre sus vidas que afecten directamente a éstas, a sus decisiones laborales, personales, económicas, familiares y socioafectivas, tenemos el dedo sobre un botón rojo. Que la bomba les estalle o no, sólo depende de nosotros. Y con las bombas se pueden hacer muchas cosas. Pueden desactivarse, pueden reprogramarse o pueden hacerse explotar. Evidentemente, sentir todo ese poder concentrado ahí, en la puntita de nuestro dedo índice, tiene que ser un verdadero subidón, para qué engañarnos. Sobre todo sabiendo que uno está a salvo, sobre todo sabiendo que cuando uno apriete el botón rojo y todo se vaya a la mierda, ese todo que se irá al carajo será precisamente el todo de las demás, el todo de las otras, de esas que, precisamente, poco o nada tienen que ver con uno, con el propietario del dedo índice que activó el botón, con el artífice de que otros “todos” se fuesen a la mierda.

              
       Lo que quiero decir, sin más ambages, es que tiene que ser pura adrenalina y sensación inmensa de poder, tener el dedito índice derecho sobre el botón rojo del que dependen las vidas de los demás. Tiene que ser puro alcaloide llamarte Alberto Ruiz Gallardón, y vestirte de traje y vivir como si esto y como si lo otro, mientras tanto. Lo imagino ahí, en su despacho; un despacho algo decadente, pero señorial, en cualquier caso, con algún toque chic, eso sí, con algún objeto de diseño que recuerde vagamente al minimalismo industrial de finales de los sesenta, de cuando el amor libre y todo eso. Qué cosas. La butaca grande, enérgica pero cómoda; confortable. Una butaca de un cuero negro de tremendo brillo impetuoso que un equipo de limpieza lustra con dedicación diaria. Igual que las estanterías, repletas de libros de leyes -como dios manda-, atestadas de legajos, de códigos penales, doctrinas y jurisprudencias, como le es propio a un jurista de su talla. Y en el centro del despacho, casi majestuoso sobre la alfombra tejida a mano, regalo de vaya usted a saber qué embajador de Extremo Oriente, erguido como un falo mítico, como el símbolo de poder que en verdad representa, el alto y señorial escritorio tallado en madera maciza y sobre él, insertado en la misma madera, ahí, entre la grapadora y el portarretratos digital con fotos de familia, discreto pero potencialmente letal, asoma, inquietante, el botón rojo.


                Lo imagino sentado ahí, en el butacón de cuero negro, con el brazo derecho algo 
extendido sobre el escritorio, apenas unos centímetros de distancia entre la yema de su dedo índice y el detonador, jugando a pasearse sin reparos por el miedo de las demás, tamborileando sobre el miedo de las demás, fantaseando con la posibilidad más que evidente de hacer estallar las vidas de otras, y vigilando a sus enemigas desde el monitor de su Mac, observando los movimientos cotidianos de la enemiga mientras ríe para dentro con mueca mordaz y acaricia el lomo blanco de un gato persa adorable que sostiene entre sus brazos.

                La imagen, no por siniestra menos ridícula, se parece demasiado a la que proyectan los villanos simplones de los dibujos animados, y si no fuésemos nosotras las que aparecemos en el monitor de su Mac, sus enemigas, podríamos decir que ese villano mísero y malvado se nos hace, por pura presencia y cercanía, casi como de la familia. Gallardón podría, llegado el caso, convertirse en, qué se yo, un Gárgamel cualquiera, si no fuese, claro, porque esta vez los pitufos somos nosotras. Y digo nosotras, y no nosotros, porque son los cuerpos potencialmente gestantes los que aparecen en la pantalla de su despacho. Digo nosotras y no nosotros porque son las vidas de los cuerpos potencialmente gestantes las que se tutelan, se vulneran, se condicionan, se legislan, se controlan y se vigilan desde ahí. Oigo a menudo decir que la retrógrada y ultra conservadora Ley Orgánica de Protección de la Vida del Concebido y de los Derechos -expropiados- de la Mujer Embarazada de Gallardón es un problema que afecta a hombres y mujeres, pero no es cierto. Otra cosa es que, por extensión, obviamente, afecte a toda la sociedad. Pero lo que es evidente es que los cuerpos de los sujetos que sociabilizan como hombres y que no son potencialmente gestantes no han sido expropiados por el poder. De hecho, en una sociedad profundamente patriarcal como la nuestra, si esto hubiese sido así, las numerosísimas manifestaciones que se vienen llevando a cabo en todo el territorio español hubiesen sido muchísimo más secundadas y divulgadas por los medios.  Si esto hubiese sido así, si los cuerpos no gestantes hubiesen sido los expropiados, aquí ya se habría armado una buena. Una buena de verdad.


                Pero el tiempo es terco casi siempre y las sagas de dibujos animados son largas. Todo poder cae a impulsos del mal que ha hecho y cada falta que ha cometido se convierte, tarde o temprano, en un ariete que contribuye a derribarlo, dijo una vez Concepción Arenal. Por eso, creo que sólo es cuestión de tiempo que el villano caiga, porque estamos organizadas, esperando sólo el momento de cortar los cables, desalojar el despacho y darle, a ese gato persa, una vida digna.

1 comentario:

  1. Intereante blog. Creo que tenemos en común lo de darle vueltas a todo. Te dejo mi enlace por si te interesa. Saludos!!! http://losperdidosdeunaperdida.blogspot.com.es/

    ResponderEliminar

Suéltalo...