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Tratar con las
instituciones es agotador. Y no. No se trata tan sólo del consabido asunto de
la ventanilla, aquella especie de abulia administrativa de la que parece
adolecer algún que otro funcionario de la administración, que tan
elocuentemente retrató Larra en su conocidísimo artículo “Vuelva usted mañana”;
sino que es más bien una cuestión orgánica, casi fisiológica, que responde más
a cuestiones funcionales, casi motoras, que a cualquier otra cosa.
Porque lo cierto es que llevamos
décadas engañadas. Las instituciones no son, en realidad, instituciones, sino
enormes animales prehistóricos o míticos cuya capacidad de movimientos es
directamente proporcional a la velocidad que imprimen y que dejan imprimir en sus
acciones. Aquello a lo que las ciudadanas llamamos tan alegremente instituciones, no son sino
construcciones megalíticas inamovibles, gigantescas masas mastodónticas cuyo
peso cae y recae, ahí está lo malo, sobre nuestras frágiles y menudas espaldas.
Y están vivas. Y tienen hambre de estatismo. Y claro, hay que alimentarlas.
Ayuntamientos, Diputaciones, Comunidades Autónomas, Ministerios. Seres de
tamaño monstruoso. Y yo me pregunto si mastodontes de tamaña índole pueden, en
verdad, representarnos, tan frágiles y orgánicos como somos nosotras,
animalicos domésticos y mamíferos pensantes. Y evidentemente la respuesta es
no. La respuesta es que no, porque las instituciones, lejos de estar hechas a
imagen y semejanza de sus representadas, se sitúan en las antípodas de éstas.
En las antípodas de sus vidas, de sus velocidades, de sus necesidades, de sus
ritmos, de sus pulsos, de sus sistemas respiratorios y de sus modos y maneras
de organizarse la vida cada día.
Porque al fin y al cabo, todo es
una cuestión de contextos, de planteamientos organizativos y de cómo se
utilizan y se gestionan los recursos y se dan valor a éstos, no a través del
peso político e institucional, sino a través de las personas, de la gente, de
la vida. Esos monstruos ciclópeos que son las instituciones, siguen creyendo
aún que Parménides tenía razón cuando decía aquello de que “algo que existe no
se puede convertir en nada”. Parménides, fijista convencido, inmovilista de
cuidado, pero también de vocación, elaboró un proyecto filosófico que hoy,
todavía, hace las delicias de quienes pretenden que lo que no se mueve, que lo
que queda inmovilizado, siga funcionando como si nada. Como si el mundo no hubiese
cambiado más en estos últimos 20 años que en toda la Edad Moderna. Pero el
mundo, al menos el nuestro, claro, el más inmediato, ha dado tanto giro y tan
diverso, que ha dejado a toda esa filosofía fijista de la que tanto presumen
las instituciones, sin un solo argumento de peso que llevarse a la boca. Y es
que el mundo, es ciertamente un lugar cambiante y móvil, como ya supo ver el
bueno de Heráclito –un señor de mi libro
de filosofía-, que tenía más razón que un santo con aquello de que uno no
se baña dos veces en el mismo río, pues el
acontecer del mundo es un flujo permanente.
Pero los gigantes a los que
llamamos juntas y ministerios, creen no necesitar ciertas
cuestiones que hoy son imprescindibles y siguen considerando como
imprescindibles muchas otras cosas que nosotras ya no. Los gigantes
ministeriales tienen algunos sótanos plagados de material informático sin usar,
miles de libros en su embalaje original esperando a ser catalogados, y material
y muebles de oficina precintados, esperando en vano que alguien vaya
rescatarlos. Mientras tanto, otros lugares gestionados por la misma institución,
un colegio, pongamos por caso, o un ambulatorio, no tienen mesas suficientes, o
los ordenadores con los que preparan los exámenes o anotan los historiales, son
casi tan antiguos como aquellos spectrum de 8 bits de hace 30 años; y sin
embargo, no se puede hacer un simple trasvase, no se puede decir, oye, que en
tal sitio tienen material de sobra que falta en este otro lugar, trasladémoslo.
Esto, que parece tan sencillo en la cabeza de cualquiera, parece resultar
imposible en las mentes fijistas de nuestros cíclopes institucionales. Los
polifemos de nuestras instituciones tienen el cerebro verdaderamente mermado,
además de una visión notablemente sesgada –como puede suponerse- que cuenta,
además, con la insana costumbre de no mirar nunca de frente, sino de arriba
hacia abajo, con el consabido agravio que eso conlleva –sobre todo para quienes
estamos abajo, claro está-, por eso resulta tarea fútil hacerles ver ciertos
asuntos. Corres, claro, el riesgo, de que el monstruo te responda con rugidos,
pues el monstruo no sólo no entiende la crítica, sino que además la aborrece, y
no puede siquiera contemplar la posibilidad de que ésta pueda darse dentro de
sí, con una clara y sana intención constructiva, con verdadera vocación de mejora,
de evolución, de crecimiento. Los mastodontes institucionales, en su enormidad
inútil, no dejan que nada crezca y para ello, hacen depender de sí cada tentativa
móvil de quienes creyeron en Heráclito. Los mastodontes institucionales siguen
usando la cultura y el arte como azogadores de una suerte de imagen del imperio
estático que creen representar, en una especie de fantasía megalomaníaca que
sólo existe en su cabeza monocular.
En pleno siglo XXI, año 2014, los
polifemos institucionales nos han amarrado a su maquinaria y después han parado
los motores. Nos han hecho creer que son más importantes sus aparatos que
nosotras, que somos quienes los ponemos en marcha. Las ciudadanas, atadas de
pies y manos como aquel elefante sujeto por un hilo invisible, seguimos
cometiendo el error enorme y fantasmagórico de creer que quienes gobiernan al
monstruo son los dueños del mismo. Como si la democracia consistiese en decidir
quiénes van a ser, esta vez, los dueños de todas nuestras cosas.
No deberían olvidarse, juntas y
ministerios, cíclopes y polifemos, de que, por más que quieran atenazar e
inmovilizar los gigantes, el sol tiene el
tamaño de un pie humano y el día que por fin sepamos la fuerza que tenemos
desde nuestra pequeña humanidad, se hará de noche para siempre en la tierra de
los gigantes.