domingo, 26 de octubre de 2014

Juntas y Ministerios: yo ya no

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Tratar con las instituciones es agotador. Y no. No se trata tan sólo del consabido asunto de la ventanilla, aquella especie de abulia administrativa de la que parece adolecer algún que otro funcionario de la administración, que tan elocuentemente retrató Larra en su conocidísimo artículo “Vuelva usted mañana”; sino que es más bien una cuestión orgánica, casi fisiológica, que responde más a cuestiones funcionales, casi motoras, que a cualquier otra cosa.



Porque lo cierto es que llevamos décadas engañadas. Las instituciones no son, en realidad, instituciones, sino enormes animales prehistóricos o míticos cuya capacidad de movimientos es directamente proporcional a la velocidad que imprimen y que dejan imprimir en sus acciones. Aquello a lo que las ciudadanas llamamos tan alegremente instituciones, no son sino construcciones megalíticas inamovibles, gigantescas masas mastodónticas cuyo peso cae y recae, ahí está lo malo, sobre nuestras frágiles y menudas espaldas. Y están vivas. Y tienen hambre de estatismo. Y claro, hay que alimentarlas. Ayuntamientos, Diputaciones, Comunidades Autónomas, Ministerios. Seres de tamaño monstruoso. Y yo me pregunto si mastodontes de tamaña índole pueden, en verdad, representarnos, tan frágiles y orgánicos como somos nosotras, animalicos domésticos y mamíferos pensantes. Y evidentemente la respuesta es no. La respuesta es que no, porque las instituciones, lejos de estar hechas a imagen y semejanza de sus representadas, se sitúan en las antípodas de éstas. En las antípodas de sus vidas, de sus velocidades, de sus necesidades, de sus ritmos, de sus pulsos, de sus sistemas respiratorios y de sus modos y maneras de organizarse la vida cada día.

Porque al fin y al cabo, todo es una cuestión de contextos, de planteamientos organizativos y de cómo se utilizan y se gestionan los recursos y se dan valor a éstos, no a través del peso político e institucional, sino a través de las personas, de la gente, de la vida. Esos monstruos ciclópeos que son las instituciones, siguen creyendo aún que Parménides tenía razón cuando decía aquello de que “algo que existe no se puede convertir en nada”. Parménides, fijista convencido, inmovilista de cuidado, pero también de vocación, elaboró un proyecto filosófico que hoy, todavía, hace las delicias de quienes pretenden que lo que no se mueve, que lo que queda inmovilizado, siga funcionando como si nada. Como si el mundo no hubiese cambiado más en estos últimos 20 años que en toda la Edad Moderna. Pero el mundo, al menos el nuestro, claro, el más inmediato, ha dado tanto giro y tan diverso, que ha dejado a toda esa filosofía fijista de la que tanto presumen las instituciones, sin un solo argumento de peso que llevarse a la boca. Y es que el mundo, es ciertamente un lugar cambiante y móvil, como ya supo ver el bueno de Heráclito –un señor de mi libro de filosofía-, que tenía más razón que un santo con aquello de que uno no se baña dos veces en el mismo río, pues el acontecer del mundo es un flujo permanente.

Pero los gigantes a los que llamamos juntas y ministerios, creen no necesitar ciertas cuestiones que hoy son imprescindibles y siguen considerando como imprescindibles muchas otras cosas que nosotras ya no. Los gigantes ministeriales tienen algunos sótanos plagados de material informático sin usar, miles de libros en su embalaje original esperando a ser catalogados, y material y muebles de oficina precintados, esperando en vano que alguien vaya rescatarlos. Mientras tanto, otros lugares gestionados por la misma institución, un colegio, pongamos por caso, o un ambulatorio, no tienen mesas suficientes, o los ordenadores con los que preparan los exámenes o anotan los historiales, son casi tan antiguos como aquellos spectrum de 8 bits de hace 30 años; y sin embargo, no se puede hacer un simple trasvase, no se puede decir, oye, que en tal sitio tienen material de sobra que falta en este otro lugar, trasladémoslo. Esto, que parece tan sencillo en la cabeza de cualquiera, parece resultar imposible en las mentes fijistas de nuestros cíclopes institucionales. Los polifemos de nuestras instituciones tienen el cerebro verdaderamente mermado, además de una visión notablemente sesgada –como puede suponerse- que cuenta, además, con la insana costumbre de no mirar nunca de frente, sino de arriba hacia abajo, con el consabido agravio que eso conlleva –sobre todo para quienes estamos abajo, claro está-, por eso resulta tarea fútil hacerles ver ciertos asuntos. Corres, claro, el riesgo, de que el monstruo te responda con rugidos, pues el monstruo no sólo no entiende la crítica, sino que además la aborrece, y no puede siquiera contemplar la posibilidad de que ésta pueda darse dentro de sí, con una clara y sana intención constructiva, con verdadera vocación de mejora, de evolución, de crecimiento. Los mastodontes institucionales, en su enormidad inútil, no dejan que nada crezca y para ello, hacen depender de sí cada tentativa móvil de quienes creyeron en Heráclito. Los mastodontes institucionales siguen usando la cultura y el arte como azogadores de una suerte de imagen del imperio estático que creen representar, en una especie de fantasía megalomaníaca que sólo existe en su cabeza monocular.
En pleno siglo XXI, año 2014, los polifemos institucionales nos han amarrado a su maquinaria y después han parado los motores. Nos han hecho creer que son más importantes sus aparatos que nosotras, que somos quienes los ponemos en marcha. Las ciudadanas, atadas de pies y manos como aquel elefante sujeto por un hilo invisible, seguimos cometiendo el error enorme y fantasmagórico de creer que quienes gobiernan al monstruo son los dueños del mismo. Como si la democracia consistiese en decidir quiénes van a ser, esta vez, los dueños de todas nuestras cosas.

No deberían olvidarse, juntas y ministerios, cíclopes y polifemos, de que, por más que quieran atenazar e inmovilizar los gigantes, el sol tiene el tamaño de un pie humano y el día que por fin sepamos la fuerza que tenemos desde nuestra pequeña humanidad, se hará de noche para siempre en la tierra de los gigantes. 



miércoles, 8 de octubre de 2014

El feminismo será animalista (o no será)

El poder, tal y como lo conocemos hoy, es necropoder. El poder, de hecho, despojado de su prefijo, de su cualidad necrosante, no existe si no en los confines de una retórica utópica y feminista. Hace apenas unas horas leía este maravilloso artículo de Beatriz Preciado. Apenas unas horas después, un miembro no humano de una familia infectada por ébola (ella) y en cuarentena (él) era asesinado para simplificarle la vida a la ministra, y a su Jaguar, y a su confeti.Una familia ya, de por sí, jodida por el poder y por las decisiones tomadas por éste en nombre del especismo, y probablemente también, en nombre de la Virgen de Fátima, que no es sino otra suerte de machismo, de clasismo, de racismo, de etnocentrismo y de basura jerarquizadora y jerarquizante. Otra suerte de suela de zapato acercándose, legitimada, a la cara de lxs débiles -o mejor, de quienes han sido debilitadxs por el poder-, de los animales, de las mujeres, de lxs mutantes. El poder jerarquiza y la jerarquía mata, asesina, extermina, aterra, liquida, elimina. El feminismo no va de mujeres, sino de mutantes. No va de mi especie, sino de mi familia. El feminismo es una suerte de cruzada transversal en la que no cabe comparación alguna. El feminismo no compara, antes bien, "para con" otrxs la atrocidad necrosante de la jerarquía. El feminismo muta, porque el poder necrosa. El feminismo es el ánimo y el ánima. El feminismo será animalista o no será.