domingo, 23 de noviembre de 2014

¿Y QUIÉN NO TIENE UN AMOR?

Escribo estas líneas desde un dispositivo electrónico móvil, uno de ésos que llaman tablet, a cientos de kilómetros de mi casa. Como sabéis, las tabletas no tienen un procesador de textos como word que te permita editar tus documentos de un modo sencillo, y la solución a la edición textual más razonable, pasa por descargarse del google play o del app store una aplicación que haga, muy rudimentariamente, las veces de editor de textos. Escribo sin teclado, o mejor dicho, con el teclado táctil de este dispositivo: pequeñas y sensibles teclas que me obligan a escribir cada palabra con un cuidado excesivo y una vigilancia minuciosa, para que el corrector ortográfico del cacharro no haga de las suyas y me cuele caprichosamente alguna palabra, se coma alguna coma o algún punto, o me obligue a elegir formatos que, de otro modo, yo no hubiese elegido en absoluto.
Podéis pensar, al menos yo lo haría, que no hay razón para tanto cuidado a la hora de escribir este artículo, un artículo que, además, pasará a la historia sin pena ni gloria, muy probablemente, y que no hay mejor remedio para no tener que enfrentarse a las grandes limitaciones de la tableta, que el uso de un pc. Podéis pensar éso, y estaréis en lo cierto.

Pero lo cierto es que cuando uno tiene que viajar cada semana a un lugar que no es el suyo, a una ciudad que no le pertenece, el equipaje siempre pesa demasiado y cualquier objeto a mayores, cualquier aparato añadido a tu maleta a última hora de la tarde del domingo, se revuelve el lunes contra tu espalda con todo el peso de la tierra. El tren que te lleva lejos de casa, terco y obstinado, es también el mismo tren amable y esperanzado que te trae de vuelta cada viernes, y los días laborables se convierten en meras estaciones de servicio en las que uno espera, con verdadera impaciencia, la llegada de ese viernes que, de nuevo, le trae su vida de vuelta.

Porque tu vida, al fin y al cabo, se queda donde está tu familia, que es tu casa, se queda donde están tus amigos, que son tu casa, se queda donde tu amor y tu perro, que son claramente tu hogar, cuidan de tu vida entre semana hasta que vuelves a ella. Vivir fuera de tu vida no se parece a niguna otra cosa. Que te cuenten tu vida por teléfono y te manden fotos de caras y rincones cotidianos no se parece a casi nada. Por éso del exilio se sabe siempre más bien poco, porque las vidas de quienes allí van a parar durante un tiempo, se quedan detenidas mientras tanto, como trenes de corto recorrido aparcados en vías auxiliares.
El exilio, en realidad, no es estar lejos de tu casa, sino fuera de tu vida. Porque, al fin y al cabo, estar lejos de casa pero con tu vida, estar lejos de casa pero con tu amor y con tu perro es, sabedlo, estar en casa.

Pero fuera de casa no se puede bailar. Uno no termina nunca de coger el ritmo. Fuera de casa todas las cosas se parecen a tu casa y todos los perros se parecen al tuyo, pero no deja de haber algo en sus andares, algo en sus ojos que viene a recordarte con una retorcida levedad, que ninguna de esas vidas es la tuya, que sus adorables y livianos paseos no te pertenecen. Por eso lo peor de estar fuera de casa no son todas las cosas ajenas a tu vida que te circundan alrededor, sino los huecos que dejas en tu mesa, el espacio de tu sofá que se queda sin cubrir, el paseo matutino que no das por tus calles, el hueco del sueño que no sueñas en tu cama: todo aquello que no puedes compartir.

¿Y quién no tiene un amor?, se pregunta Alejandra Pizarnik en aquel poema titulado Exilio. Porque el exilio es éso. El exilio es tener un amor, un perro y una casa. El exilio es que te guste mucho tu vida y tengas que mirarla desde lejos.


El trabajo que he venido a hacer a cientos de kilómetros de mi vida es el mismo trabajo que puedo hacer en mi casa, o a unos poco kilómetros de ella. El trabajo que he venido a hacer a cientos de kilómetros de mi casa es un trabajo idéntico al que estará haciendo alguien que esté ahora mismo trabajando en mi cuidad, a cientos de kilómetros de la suya. Todos los perros que pasean junto a él cuando sale de trabajar, son mi perro. Todos los perros que pasean junto a mí cuando salgo de trabajar, son el suyo. Vemos pasar cada día los huecos que en su vida ha dejado el otro, y no nos atrevemos a rebelarnos contra un sistema que sólo sabe fabricarnos agujeros. Un sistema de organización política y social que nos arranca de nuestras vidas y aún pretende que le bailemos el agua. Que le estemos agradecidos. Un sistema de gestión del territorio que lleva a un profesor de matemáticas de Chiclana a dar clase de tecnología en Iscar, y a un ingeniero industrial de Valladolid a dar matemáticas en un instituto de Cádiz.
Condenados a vivir fuera de nuestras vidas y ver pasar las vidas de los otros en fugaces ráfagas de destellos, como en aquel cuento de Italo Calvino en el que los amantes nunca llegan a encontrarse. Condenados a esta extra territorialidad perversa, deslocalizados de nuestros afectos, de nuestras empatías, de nuestros pormenores. Saqueadas nuestras casas, desalojadas nuestras rutinas, externalizados nuestros pulsos, nuestros quereres, nuestros abrazos. Nos están dejando sin abrazos y no deberíamos consentirlo. Alguien debería decir que basta, y ese alguien tendríamos que ser nosotros. Una generación formada hasta el escándalo, obediente y sumisa hasta la ofensa, conservadora y crédula hasta rozar el disparate. Una generación que se ha tragado más cuentos y más jarabes de los que cualquiera hubiera podido digerir, y que sin embargo ahora comprende, maleta a la espalda, agujero a la espalda, que todo era, la verdad, mentira, y que el precio es llevar una vida zombie, walking deads caminando alrededor de las vidas de otros que, también, tuvieron que abandonar la suya. No deberíamos consentirlo. Alguien debería decir que basta y ese alguien deberíamos ser nosotros. Una generación nieta del exilio, vapuleada por la precariedad, la provisionalidad y la urgencia. Una generación que ha leído menos poemas de Alejandra Pizarnik de los que hubiesen sido deseables para hacer la (re)evolución. Una generación a la que le hubiese ido mejor desobedeciendo al padre y abrazando a los poetas. Os escupo en la cara, que decía Federico. Os escupo en la cara. Desde este teclado provisional, desde las periferias de mi vida, os escupo en la cara a vosotros, viejos engolados de poder y corruptelas, hombres viejos, oligarcas. Os escupo en la cara como Federico. Porque alguien debería decir que basta -¿no tenemos, acaso un amor?-. Alguien debería decirlo -devuélvannos nuestras vidas, nuestro derecho al abrazo- y tendríamos que ser nosotros. 

domingo, 9 de noviembre de 2014

Maripuri, una mujer heterosexual (I)

Maripuri, una mujer heterosexual, anuncia en fb a sus amistades que está embarazada. Las felicitaciones se suceden. Entre éstas, un comentario de un hombre heterosexual que dice lo siguiente: "Olé ese Manolo, qué crack!" -Manolo es el marido de Maripuri-. Ese comentario, que tenía más "me gustas" que ningún otro, incluido el de la propia Maripuri, es un ejemplo palpable y eficaz de machismo, sexismo y apología de la heterosexualidad. Ese comentario, aparentemente inocuo, está no sólo naturalizado y normalizado, sino que también es oído de un modo recurrente en situaciones como ésta. Un comentario que resulta verdaderamente ofensivo, y que alimenta lo que se ha venido llamando "cultura de la violación". Trataré de explicar por qué. 

1. Ignorarla. Para empezar, este comentario ignora de manera deliberada a una mujer que está dando una noticia sobre SU estado, sobre el estado de SU cuerpo, desde SU muro y quien hace un comentario así, ni siquiera se dirige a ella, ni siquiera le dirige la palabra, sino que directamente la ignora. No le habla. No le pregunta qué tal se encuentra, si todo marcha bien, si necesita algo...; tampoco la felicita, ni le desea lo mejor, ni muestra sorpresa ante la noticia... Nada. simplemente, ella no existe.

2. Potenciar la invisibilización de ella hablando de él. Pero es que el asunto va más allá. Y es que la existencia de ella, su estado, está en función del marido de ella, un hombre que ni aparece en la conversación, ni ha dado la noticia, ni está en ese muro, ni se le espera. Es decir, que el sujeto que hace este comentario, no sólo ignora a Maripili, sino que no puede tolerar que Manolo no esté presente, y tiene que traerle a la conversación a toda costa. Ella, no sólo no es nombrada, sino que es ignorada, y sin embargo a él se le nombra -aún no estando si quiera en la conversación-.

3. Invisibilización de los "méritos" de ella y amplificación de los de él.
Este comentario, además, resulta especialmente ofensivo, por la alabanza -"qué crack!"-que el sujeto que lo hace dedica a Manolo, motivada por la "gran hazaña épica" de que uno de sus espermatozoides haya fecundado un óvulo de Maripuri. Por supuesto que los óvulos de Maripuri, como la propia Maripuri, no existen, y no tienen más entidad propia ni más finalidad en el mundo que servir de meros continentes de las grandes hazañas del héroe, el hombre, el macho, Manolo. Como si dejar embarazada a una mujer fuese una heroicidad, algo más propio de caballeros andantes o superhéroes que de los mamíferos.
 
4. Desprestigio de otras masculinidades. Por otro lado, si la heroicidad consiste en "preñar a una mujer", cabe pensar, como es evidente, que los hombres infértiles, los vasectomizados, los impotentes, los maricas y los trans*, son todos unos mierdas que nunca van a poder llegar a la categoría de "héroe", de "macho peñador". Nunca serán "un crack", esto es obvio.

5. Identificación de la heterosexualidad con la fecundidad, la destreza amatoria y la masculinidad. Además, está todo ese asunto de vincular el vigor sexual, con la masculinidad, la heterosexualidad, el nivel de hombría y la actividad espermática, como si cada uno de esos conceptos fuese indisoluble correlato del anterior. Como si no se pudiese ser marica y masculino, o vigoroso e infértil, o cualquier otra combinación posible. Es más, como si no se pudiese dejar embarazada a una mujer siendo un pésimo amante, o más aún, siendo marica. 

6. Naturalización de la cultura de la violación. Pero lo que más me preocupa no es que este tipo de comentarios se signa (re)produciendo, sino el hecho de que sean naturalizados, aplaudidos y, en el mejor de los casos, justificados por quienes se consideran feministas, por quienes consideran que están en relaciones igualitarias, por quienes siguen creyendo que son, eso es lo triste, más modernas que sus abuelas. 

Un comentario así alimenta la cultura de la violación. Un "me gusta" en un comentario así, la perpetúa. 

NOTA: Más info sobre la Cultura de la violación, aquí