Cuando unx va al cine, cuando abre un libro, cuando asiste a un concierto, va al teatro o visita un museo, lo hace para que esa película, relato, música, obra o propuesta le cuenten cosas. Las que sean, pero cosas. Que le cuenten, que le griten, que le susurren cosas no oídas hasta entonces, no enfrentadas, sublimadas, digeridas hasta entonces. Lxs que somos aficionadxs a mirarnos en lxs otrxs a través del arte esperamos, en realidad, ser de un modo narcisista y nada pudoroso, lxs protagonistas de las historias que nos cuentan, aunque sólo sea sintiéndonos remotamente parte de ellas. Y eso Almodovar lo sabe.
A veces me pregunto por qué Almodovar es capaz de hacer un cine desconcertantemente bueno y, a la vez, comercial. Y enseguida me respondo. Un tipo que es capaz de hacer que un disfraz de tigre, con rabo y todo, cruce una nacional a la altura de Toledo y viole a una persona parezca verosímil en un thriller es un genio. En ese sentido, este tipo de retos almodovarianos me recuerdan a los retos silábicos de Nacho Vegas (lo del disfraz de tigre es surrealista, pero no me digáis que no es difícil conseguir que una palabra de siete sílabas como im-per-tur-ba-bi-li-dad quepa en la letra de una canción pop). Pues eso. Ése es el riesgo que corren lxs artistas que se enfrentan a sí mismxs, que han tocado ya todos los techos ficcionales de este mundo y necesitan, porque crear, al fin y al cabo, es eso, seguir luchando cuerpo a cuerpo con la muerte de la costumbre. Por eso no puedo entender a los que esgrimen como crítica de La piel que habito que Almodóvar sigue siendo Almodóvar. Porque eso es, precisamente, lo que diferencia a unx artista de unx hacedorx de arte. L primerx siempre es él/ella, l segundx, puede hacerlo muy bien pero, no nos engañemos, muy bien puede hacerlo casi cualquiera.
Desde el punto de vista del género, La piel que habito es una película tragicómica, un drama que se deja reír, una comedia que se deja llorar. No sé vosotrxs, pero yo ya estoy acostumbradx a que en la sala apenas se escuche mi risa en las cintas del manchego. Lo sórdido hace reír, a veces, más que lo meramente cómico, y en la descontextualización, que él domina como nadie, hay siempre un humor latente con sabor peripatético del que ni Carmen Maura ha podido deshacerse desde Qué he hecho yo...
Pero, además, y fundamentalmente, La piel que habito es una obra romántica, en todos los sentidos. En ella está la locura enfermiza del doctor Frankenstein, bebiendo, también, de las Metamorfosis de Ovidio y su Pigmalión; está la bipolaridad y adicción demente y suicida del doctor Jeckyll y Mr. Hyde; está el amor pluscumaperfecto de Drácula, más allá de la muerte de la amada, donde todas las amadas son la amada y su noche son todas las noches de este mundo; están los jardines laberínticos del sabueso de los Baskerville; y también, planeando como una siniestra sombra, la sombra del doctor Fausto. Pero es que, además del romanticismo propiamente dicho, en la película se recogen también clichés posrománticos más del tipo de las novelas de Corín Tellado, para entendernos, que acercan la obra al subgénero del pastiche, rozando muchas veces la telenovela (hermanos que no saben que lo son, criadas y madres en silencio, vidas perseguidas por la desgracia...) y acercando la obra -así lo veo yo- al público en masa pero también construyendo un prisma en torno al género tan contemporáneo como lo fue en su día -y aún hoy- el subgénero caballeresco en El Quijote. Hay, también, alusiones a otros subgéneros, como el porno, el BDSM con parafilias propias y recurrentes de este tipo de films, y un vestuario que me recordó a uno de los cortos de la peli porno independiente Dirty diaries (que recomiendo, por cierto).
Otra de las cosas que, creo, hace grande la peli, es la profundidad de los personajes que son, en realidad, personajes tipo -tan recuperados por las historias contemporáneas- para plantear cuestiones que rebasan lo maniqueo. Así, Marilia, la madre del doctor, es la mujer abnegada, sacrificada, que no entiende la dicotomía bueno/malo si no es en pos del hijo que no sabe que lo es. Representa, por tanto, la maternidad tradicionalmente entendida. Una madre haría lo que fuera por su hijo, sea éste como sea...
Por su parte, todos los personajes femeninos -la mujer, la hija- son en realidad (como las hijas del Cid o Doña Jimena) personajes necesarios para desencadenar la trama y perfilar mejor el personaje del doctor Roberto. Son "excusas", pretextos para que Roberto sea quien es.
Y Roberto es un personaje que, en realidad, representa al patriarcado. Es hombre, heterosexual, blanco, de clase alta, tiene poder en la esfera pública y en la esfera privada, tiene una profesión liberal que le confiere aún más poder sobre los otrxs, sobre la imagen de lxs otrxs, es padre, y amantísimo esposo. Sin embargo, la devoción que siente por su mujer no deja de ser una devoción retorcida, una devoción que tiene más que ver con su amor propio, con su capacidad de poder y de control, que sobre el amor que siente. Porque el personaje de Roberto es, en realidad, un personaje incapaz de amar. El amor hacia su hija también está filtrado por la pérdida de control, del mismo modo que el estado patriarcal ha de controlar todo cuanto le rodea y compete, especialmente, a la mujer. A Roberto no le duele la violación que sufre su hija (de hecho ni siquiera se preocupa en saber si fue o no violación, y tampoco participa en la recuperación de ella), sino la pérdida -otra vez- de control. Por su parte, el personaje de Vicente/Vera es el proceso a través del que el Estado heteropatriarcal acaba por someter a sus individuos, no sólo haciéndoles desempeñar un determinado rol social sino exigiéndoles, además, que se muestren cómodxs y satisfechxs en él. Por eso, si algo tengo que recriminarle a Almodóvar de la película -que me parece buenísima desde mil puntos de vista- es el tratamiento que hace, no de la transexualidad, sino del modo en que el personaje que la sufre se enfrenta a ella.
El personaje de Vera, antes de ser Vera era, igual que el doctor Roberto, un hombre heterosexual que somete a las mujeres al acoso que socialmente está permitido, con tal de satisfacer sus necesidades de "macho", como dicta el patriarcado. Pero cuando se ve despojado, por la fuerza, de sus genitales masculinos, asume el rol femenino, como si el sexo y el género fuesen una misma cosa. Y ni mucho menos lo son. Por eso, yo sí he echado en falta una Vera masculina, con actitudes masculinas, con ademanes de macho, del macho que hay en él, en vez de andando con tacones por arte de magia y poniéndose un vestido en vez de unos vaqueros para fugarse. Eso he echado en falta. Una reflexión más sólida, más audaz, más acorde, en definitiva, con la audacia de la película, en relación al género. No a la transexualidad meramente fisiológica, sino al enfrentamiento social de la misma por parte de quien la sufre. Y no basta con rechazar maquillaje para marcar que se es un hombre. Un hombre no tiene pudor, un hombre no se tapa los genitales recién operados porque entra por la puerta su agresor (el propio Almodóvar nos hubiese mostrado hace unos años, ese plano que tan femeninamente pudoroso que hoy ha eliminado); un hombre se mueve como un hombre, se sienta como un hombre y se tumba como un hombre, no como una Venus, ni nada parecido.
Por ota parte, es también llamativo el hecho de que ninguna relación sexual de las que aparecen -ni en escena ni narradas- escapa a las garras del poder hegemónico del heteropatriarcado al que antes hacía referencia. Es decir, en todas las relaciones sexuales el hombre se comporta como un agresor, como un cazador, como un colonizador, como un violador, en definitiva, y es la mujer la que asume su condición de víctima (Vicente/Vera, incluídx), entendiendo que es el rol que le toca desempeñar. Por eso tampoco me parece casual el hecho de que Norma -la hija del doctor- vea en su padre a un agresor, porque, en realidad, lo es; porque, en realidad, la figura del hombre heterosexual convencional pasa por todos los personajes masculinos de la película, a través del sometimiento de lo femenino. Todo en La piel que habito son pollas forzando agujeros, en un mundo en el que las pollas ganan y los agujeros pierden. Por eso no es, creo yo, una tragedia, como dice Boyero, porque para mí tiene el final feliz propio de las comedias, tras haber vivido el personaje, eso sí, una trágica diaspora de sí mismx, desde luego. Y, aunque sólo sea por eso (cuestiones formales a parte -fotografía, vestuario, etc-, estupendas también), aunque sólo sea por ver cómo por una vez se hace justicia poética, merece la pena habitar, por dos horas, la piel que nos presta Almodóvar que, al fin y al cabo, es la que habitamos siempre que somos quienes no queremos ser, pareciéndonos tanto, sin embargo, a nosotrxs mismxs.
De todas formas, Almodóvar tiene corazón, y quiere más a sus personajes que lo que se quieren ellos mismos, por eso no hay uno sólo de ellos que no tenga mil motivos para ser el otro, para ser víctima y verdugo y por eso, aunque no se les pueda perdonar, ni siquiera redimir, al menos, que no es poco, se les puede comprender.