martes, 17 de febrero de 2015

El amor según Barthes (a propósito de Happy Valentine, de Paul B. Preciado)

Dice Paul B. Preciado que el amor es un dron. Lo dice aquí, en estas líneas, y lo dice después del amor. O mejor, después de que éste haya dejado oquedades y grietas horadadas en su ánimo. "Otro corazón roto", leía muy certeramente al pie de esta noticia. Pero yo leo en las palabras de Preciado, más bien el deseo frustrado de no haber podido amar para siempre. De no haber podido amar de ese modo en que nos dijeron, en que nos contaron que era amarse, eso que debía, forzosamente, ser el amor. Leo las palabras de Preciado y pienso en mí a los 8 años renegando de la fe un gélido cinco de enero y, de algún modo, claro, renegando del amor. Pienso en mí odiando a mis padres, odiando la ficción de los camellos y los reyes, cada regalo, la pantomima de las tres copitas de champán, la mascarada del turrón y las pastitas, la crueldad que conlleva saber, llegar finalmente a saber, ese momento, que la esperanza es una farsa y la ilusión una mentira. La decepción, la pérdida de la fe, el descreimiento. Descreer es doloroso, mucho más que no haber creído nunca, mucho más incluso que seguir creyendo, o fingiendo que se cree, bajo la sospecha o la certeza de que no hay nada más allá de la llaga en la que Tomás pudo y quiso hundir el dedo.

Leo este texto de Paul B. Preciado y me parece un texto descorazonadoramente tierno, como si asistiera, mientras lo leo, a una especie de antiepifanía, a un hallazgo desgarrador al que más valiera no haber asistido nunca. Ese momento frente a los juguetes, al pie del árbol y de rodillas sabiendo, contra todo pronóstico, contra todo deseo, que el árbol y los juguetes son mentira, después de todo. Leo este texto de Paul, tan candoroso, y me veo a mí, tan candoroso, y realmente quiero abrazarnos. 

Pienso en Platón y estoy de acuerdo. Platón tiene la culpa, en gran medida y, en gran medida Disney y su factoría, que supo recoger el testigo idealista del binomio y del fijismo cultural que gira y ha girado siempre, en torno al amor. Por eso parece, en verdad, que es más o menos sencillo establecer lo que es el amor, de qué se trata. Plasmarlo en una imagen, en un lienzo o en el final de todos los cuentos que, nos han dicho, eran claramente cuentos de amor. 

Lo pasé mal aquella noche del 5 de enero. Hacía frío y los camellos -eso creía yo- no volverían a ser jamás los camellos, no volverían nunca a tener la entidad que tenían en mi cabeza hasta aquella noche aciaga y descorazonadora víspera de reyes. Pero el tiempo pasó y, en éste, fui capaz de distinguir de un modo -aquí sí, casi epifánico-, la ficción de la mentira. Y pude constatar que, las más de las veces, ocupan espacios remotos. Cuando cumplí 17 quería estudiar filosofía o literatura. Tuve que decidirme por una, y no puedo estar seguro de que en mi decisión no influyera, de algún modo, aquel dolor tan descorazonador con el que me golpeó la verdad -menuda embustera-, aquella noche de reyes tan fría y oscura. Yo sólo tenía ocho años, pero descubrí de algún modo que los ejes verdad/mentira eran aparatos complejísimos puestos al servicio del dolor y de la hegemonía, y yo no estaba dispuesto a sufrir más de lo imprescindible (y si me apuras, ni siquiera éso). Dice Barthes que la ficción es una delgada despegadura que forma un cuadro completo. Y yo creo que tiene razón. El amor, según Barthes -y no según San Pablo- no es un dogma de fe, sino un supuesto abocetado que enardece la creación y la potencia. El amor son las glándulas de Skene de la voluntad, en el sentido más raciovitalista de la palabra. El amor eyacula e inocula, y puede ser un dron, claro que sí, pero como ficción puede, cómo no, ser cualquier otra cosa. 

Cuando con 17 años elegí la literatura, supe también que elegía bailar con la más tonta, con la más superficial, con la guapita sin cerebro de la clase. Supe que le estaba pidiendo bailar a la que mejor la chupaba, pero también a la tenía todas las papeletas para convertirse en un juguete roto, en un cuerpo sin cabeza, en la zorra que a todos entretiene y con la que nadie quiere quedarse hasta el final de la fiesta. Sabía que bailaba con la que todos querían entretenerse un rato, metérsela un rato, para luego volver a sus asuntos y sabía que a ella tampoco le importaba demasiado. Pero a mí me interesaba toda esa parte. La hegemonía no sólo ya me había retorcido el alma demasiadas veces sino que, en verdad, nunca me había interesado; la lectura de las cosas en términos hegemónicos ya me había aguado la fiesta muchas noches, y yo no estaba dispuesto a que pasara otra vez, porque ya estaban levantadas las cartas de eso que vienen llamando realidad, y sobretodo porque la verdad era también un constructo, pero sin atisbo de ternura y por eso estaba lejos de llegar a ser una ficción. 

La literatura, esta enamorada mía tan zorra y tan tierna, tan amantísimamente insana e insalubre y tan sanadora a veces, me ha enseñado, por ejemplo, que la historia de los sinsabores de las quimeras de los justos se repiten torpe y reiteradamente en la historia de la ficciones -que no es otra cosa que la historia literaria- y es candoroso leer a Lope de Vega, cuatro siglos después, en las anotaciones de Preciado sobre qué es el amor -quien lo probó lo sabe-. Todo eso me ha enseñado la literatura, esta guapa y tonta amante que elegí pudiendo elegir cualquier otra cosa. Todo esto me ha enseñado mi amor, también, el de verdad, el de carne y hueso, quien ha resultado y resulta ser un poco como la literatura. Ambas el doble de sabias de lo que las dijeron. Y el doble de perras, también, probablemente. 

El amor es, como bien saben Lope y Paul -ambos lo probaron-, contradictorio. La identidad de género es, como bien sabe Paul -que lo ha probado- contradictoria. A ninguna de las dos Platón las quiere. Ninguna de las dos son mensurables, ni rigurosas, ni fungibles. Ambas son dúctiles, pero se comprometen. Ambas son frágiles, pero supervivientes. Y ninguna es lo que de ellas se dice en congresos, dibujos o revistas. No acabemos con los limoneros por el simple hecho de que sólo hayamos conocido el limón exprimido en nuestros ojos. Exploremos lo inexplorado, por superficial, por contradictorio, por poco riguroso, por inesperado. Un día cualquiera aprenderemos a hacer limonada, sin quitarle la razón a los que dicen que el limón escuece. 

Ser nominalista en términos filosóficos te entrega de verdad lo que te quita de ternura. Y la verdad es una farsante que está lejos de contonearse como lo hace la ficción. Y yo, que huyo del dolor como del fuego sagrado de los dioses, sé que aquel es innegable en el amor, y éste necesario para comprender el deseo. Y voy por eso negociando también conmigo.

Escribo esto desde el amor. Soy un hombre enamorado. Y escribo esto también desde la ficción. Soy un hombre ficcionado. Soy un hombre ficción. Soy un hombre protésico. La ficción es una prótesis del deseo y el amor es una prótesis del amor. Podréis o no sintonizar con mis palabras, pero nada de lo que digo es mentira, porque lo que cuento no tiene un color que esté recogido en un pantone. Simplemente, no responde a las categorías verdad/mentira tal y como las conocemos en esta suerte de invención despoetizada a la que llamamos realidad. Escribo lo que escribo desde la propia escritura, que no deja de ser también un código protésico. Un paquete de elementos articulados que se organizan en función de las necesidades contextuales. Como mi cuerpo, como mi género, como el amor. Yo no quiero destruir el género, sino que otros géneros sean posibles, convivenciales. Yo no descreo del género porque no sé andar con tacones, y me parece realmente insolente decirle a quien performa el género que el género no existe. O decirle a Cervantes que el Quijote no existe. O a los millones de lectores que tiene y sigue teniendo. El género existe, pero tal y como está concebido, el género atenaza. El amor existe, pero tal y como está planteado -platoneado-, el amor es, claro que sí, "un bosque de llamas". Paul B., desde su nuevo nombre, ha creado un texto que es un tributo al amor, porque abre, en realidad, la ventana, a otros amores posibles, a otras nuevas maneras de amar, y a otros horizontes de expectativas respecto al amor. Paul, como yo aquella noche en la que los camellos parecieron esfumarse para siempre, ha abierto la puerta a la ficción -un texto literariamente maravilloso-, y de la ficción al amor, hay apenas una metáfora. Porque la ficción es especialista en escudriñar cada rincón de esta cartesiana realidad neoplatónica y siempre encuentra la manera de inocular polvo de hada (somos nosotros) entre las grietas de los socavones que dejan las heridas sin cerrar. A veces basta escribir a mano la carta a SS. MM. A veces, servirse y tomarse uno mismo tres copas de champán tiene la dosis justa de magia y de ternura para seguir sacando brillo a los zapatos, para seguir haciendo limonada y no ya crear o descreer del género o el amor, sino hacerlos, al cabo posibles, porque las metáforas eran esto, otros géneros y otros amores.  


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