Magritte feat. Gloria Celaya |
Las prisas no
son buenas consejeras. O al menos eso es lo que dice nuestro refranero. Claro
que, igual, tampoco es que a nuestro refranero haya que hacerle mucho caso,
sobre todo porque ni él mismo se aclara. Ah, ¿Qué no me cree? Bien. Está en su
derecho. Pero hágame un favor: mientras usted descree de mis palabras, trate de
explicarle a una oriunda de, pongamos por caso, Kioto, cómo es eso de que a quien madruga Dios le ayuda, si resulta que no por mucho madrugar amanece más temprano. Inténtelo y cuando vea
que esa persona –o cualquier otra desconocedora de los ritmos sincopados que se
gasta nuestro vastísimo, y riquísimo refranero popular-, se aleja cada vez más
y más de la posibilidad de comprender o combinar tales opuestos, volverá y me
dirá que sí, que es verdad, que tenía yo razón, y aceptará sin temor a
equivocarse que la riqueza de nuestro refranero español llega hasta el punto de
contradecirse a sí mismo, construyendo una gran paradoja idiosincrática en la
que, precisamente, estamos inmersos y de la que, precisamente, formamos parte.
Y resulta que el otro día –un
día de hace más de 15, para ser exactos- iba yo caminando por este Monte
nuestro, lanzándole la pelota a mi perro como si yo fuese el centrocampista
estrella de un equipo de fútbol que no fuera a morir y que, pongamos por caso,
se hiciera llamar C.F. Palencia. Andaba yo en ésas, y mi perro, el día que os
relato cuando, de pronto, algo hizo crac en mi pie izquierdo. Mi pie izquierdo
es una película estupenda, lo sé, pero también es mi pie izquierdo de verdad, y
duele. Del mismo modo, Cómo hacer crac es una canción estupenda de Nacho Vegas
para Fundación Robo, pero también soy yo haciendo crac, y duele. ¿Ven lo que
les decía? Otra vez a vueltas con las vueltas del lenguaje. Con los síes noes y
los noes síes que se encierran dentro de cada palabra, agazadados, esperando el
momento perfecto para salir ahí y hacerse metáfora a costa de tu desconcierto.
Mi perro no se asustó y yo
tampoco. Un crujido ausente de dolor, de consecuencias, de conatos de cualquier
clase de fastidio no es, digamos, estrictamente un crujido, así que la pelota
botó unas cuantas veces más y volvimos a casa. A las dos horas, mi pie
izquierdo ya no era mi pie izquierdo, ni si quiera el título de una gran peli,
sino un amasijo de carne inflamada del tamaño y la forma de una sandía. Y no,
no era un esguince. Y no, no se había roto nada; pero el pie que una vez fue
una película, el pie que una vez fuera mi pie, ahora no era más que un gran
habón de carne desdibujado del que sobresalían cinco uñas recortadas a lo
lejos. La realidad se transformaba, otra vez y, otra vez, las palabras corrían
con los gastos.
Mi cojera y el dolor agudo e
irradiado del empeine de eso que un día fuera mi pie, no parecía tener
intenciones de remitir, como si el sintagma “mi pie izquierdo” hubiera decidido
instalarse de modo indefinido en ese significado, en el de “amasijo de chicha
informe que duele que lo flipas”.
Tendinitis de los flexores. Y
que no me preocupe. Eso ha dicho mi fisio. Claro que, mientras lo decía,
clavaba en mi pie y a lo largo de mi tibia, agujas de punción seca de seis
centímetros de largo y mi dolor y yo veíamos a Dios, madrugar y no, ayudar y
no, existir y no. Porque, les diré una cosa, ahora que no nos oye nadie: los
fisioterapeutas, igual que los médicos, son un poco como nuestros refranes, y
hay que andarse siempre atento al gazapo de la paradoja que se esconde bajo sus
asépticos pijamas de pico azules y verdes y esos zuecos suyos de colores.
Vuelvo a casa. No puedo
conducir. Pisar el embrague hace que vea las estrellas en todos los sentidos
posibles, el de estrellarme incluido. Tampoco puedo correr, obvio, y no puedo
casi andar. Mi fisio me dice que reposo absoluto, y después que ella va a salir
a correr. Evidentemente, ella no ha unido las frases, pero yo sí. Yo, en mi
estatismo forzado, en mi inmovilismo absoluto, en mi estate ahí y no te menees,
he desarrollado una especie de olfato para la paradoja, un instinto estático
que hace que una, en mi mente, cosas como correr y estarse quieta; como
madrugar y no ser, en absoluto, ayudado por Dios.
En casa, en este asueto forzado,
me siento un poco como un hikikomori. Ya saben, esos jóvenes japoneses que
deciden no salir de casa y aislarse por tiempo indefinido en sus hogares,
atrincherados en sus habitaciones, viendo pasar el mundo por sus pantallas de
ordenador, sus revistas y sus comics. Por eso es, quizá, que me siento un poco
como ellos. Aquí, en esta trinchera de inflamación pedestre que irradia dolor
desde los puntos gatillo –eso fue lo que dijo Alba, mi fisio, puntos gatillo
miofasciales, dijo- y yo pensé otra vez en John Wayne disparando al aire sobre
su caballo, o en Lucky Luke haciendo bailar, puntos gatillo, en las puertas del
Saloon a los hermanos Dalton.
Por eso, ahora que el mundo pasa
lento entre las cuatro paredes de mi convalecencia, pienso en refranes y sus opuestos.
Pienso en las paradojas, en los significados y en los madrugones inútiles de
Dios, y me siento como esa joven japonesa de Kioto, incapaz de entender esta
idiosincrasia nuestra, mientras deseo con todas mis fuerzas volver a poder
centrar balones como lo haría un central del Club de Fútbol Palencia, y pienso
también en el Club de Fútbol Palencia, y en el socio 23 que era mi padre, y en
la desaparición de ambos y ya, finalmente, hago mis ejercicios pedestres,
estirar, flexionar, estirar flexionar, al tiempo que tarareo eso de Santi
Balmes. Que a quien madruga, Dios no
existe.
(Artículo publicado en Norte de Castilla, ed. Palencia. 18/11/12)
Buenas reflexiones las que nacen del dolor... Pero mejórese pronto, o se volverá locx XD
ResponderEliminarUn abrazo