domingo, 18 de noviembre de 2012

MI PIE IZQUIERDO

Magritte feat. Gloria Celaya

Las prisas no son buenas consejeras. O al menos eso es lo que dice nuestro refranero. Claro que, igual, tampoco es que a nuestro refranero haya que hacerle mucho caso, sobre todo porque ni él mismo se aclara. Ah, ¿Qué no me cree? Bien. Está en su derecho. Pero hágame un favor: mientras usted descree de mis palabras, trate de explicarle a una oriunda de, pongamos por caso, Kioto,  cómo es eso de que a quien madruga Dios le ayuda, si resulta que no por mucho madrugar amanece más temprano. Inténtelo y cuando vea que esa persona –o cualquier otra desconocedora de los ritmos sincopados que se gasta nuestro vastísimo, y riquísimo refranero popular-, se aleja cada vez más y más de la posibilidad de comprender o combinar tales opuestos, volverá y me dirá que sí, que es verdad, que tenía yo razón, y aceptará sin temor a equivocarse que la riqueza de nuestro refranero español llega hasta el punto de contradecirse a sí mismo, construyendo una gran paradoja idiosincrática en la que, precisamente, estamos inmersos y de la que, precisamente, formamos parte.
                Y resulta que el otro día –un día de hace más de 15, para ser exactos- iba yo caminando por este Monte nuestro, lanzándole la pelota a mi perro como si yo fuese el centrocampista estrella de un equipo de fútbol que no fuera a morir y que, pongamos por caso, se hiciera llamar C.F. Palencia. Andaba yo en ésas, y mi perro, el día que os relato cuando, de pronto, algo hizo crac en mi pie izquierdo. Mi pie izquierdo es una película estupenda, lo sé, pero también es mi pie izquierdo de verdad, y duele. Del mismo modo, Cómo hacer crac es una canción estupenda de Nacho Vegas para Fundación Robo, pero también soy yo haciendo crac, y duele. ¿Ven lo que les decía? Otra vez a vueltas con las vueltas del lenguaje. Con los síes noes y los noes síes que se encierran dentro de cada palabra, agazadados, esperando el momento perfecto para salir ahí y hacerse metáfora a costa de tu desconcierto.
                Mi perro no se asustó y yo tampoco. Un crujido ausente de dolor, de consecuencias, de conatos de cualquier clase de fastidio no es, digamos, estrictamente un crujido, así que la pelota botó unas cuantas veces más y volvimos a casa. A las dos horas, mi pie izquierdo ya no era mi pie izquierdo, ni si quiera el título de una gran peli, sino un amasijo de carne inflamada del tamaño y la forma de una sandía. Y no, no era un esguince. Y no, no se había roto nada; pero el pie que una vez fue una película, el pie que una vez fuera mi pie, ahora no era más que un gran habón de carne desdibujado del que sobresalían cinco uñas recortadas a lo lejos. La realidad se transformaba, otra vez y, otra vez, las palabras corrían con los gastos.
                Mi cojera y el dolor agudo e irradiado del empeine de eso que un día fuera mi pie, no parecía tener intenciones de remitir, como si el sintagma “mi pie izquierdo” hubiera decidido instalarse de modo indefinido en ese significado, en el de “amasijo de chicha informe que duele que lo flipas”.
                Tendinitis de los flexores. Y que no me preocupe. Eso ha dicho mi fisio. Claro que, mientras lo decía, clavaba en mi pie y a lo largo de mi tibia, agujas de punción seca de seis centímetros de largo y mi dolor y yo veíamos a Dios, madrugar y no, ayudar y no, existir y no. Porque, les diré una cosa, ahora que no nos oye nadie: los fisioterapeutas, igual que los médicos, son un poco como nuestros refranes, y hay que andarse siempre atento al gazapo de la paradoja que se esconde bajo sus asépticos pijamas de pico azules y verdes y esos zuecos suyos de colores.
                Vuelvo a casa. No puedo conducir. Pisar el embrague hace que vea las estrellas en todos los sentidos posibles, el de estrellarme incluido. Tampoco puedo correr, obvio, y no puedo casi andar. Mi fisio me dice que reposo absoluto, y después que ella va a salir a correr. Evidentemente, ella no ha unido las frases, pero yo sí. Yo, en mi estatismo forzado, en mi inmovilismo absoluto, en mi estate ahí y no te menees, he desarrollado una especie de olfato para la paradoja, un instinto estático que hace que una, en mi mente, cosas como correr y estarse quieta; como madrugar y no ser, en absoluto, ayudado por Dios.
                En casa, en este asueto forzado, me siento un poco como un hikikomori. Ya saben, esos jóvenes japoneses que deciden no salir de casa y aislarse por tiempo indefinido en sus hogares, atrincherados en sus habitaciones, viendo pasar el mundo por sus pantallas de ordenador, sus revistas y sus comics. Por eso es, quizá, que me siento un poco como ellos. Aquí, en esta trinchera de inflamación pedestre que irradia dolor desde los puntos gatillo –eso fue lo que dijo Alba, mi fisio, puntos gatillo miofasciales, dijo- y yo pensé otra vez en John Wayne disparando al aire sobre su caballo, o en Lucky Luke haciendo bailar, puntos gatillo, en las puertas del Saloon a los hermanos Dalton.
                Por eso, ahora que el mundo pasa lento entre las cuatro paredes de mi convalecencia, pienso en refranes y sus opuestos. Pienso en las paradojas, en los significados y en los madrugones inútiles de Dios, y me siento como esa joven japonesa de Kioto, incapaz de entender esta idiosincrasia nuestra, mientras deseo con todas mis fuerzas volver a poder centrar balones como lo haría un central del Club de Fútbol Palencia, y pienso también en el Club de Fútbol Palencia, y en el socio 23 que era mi padre, y en la desaparición de ambos y ya, finalmente, hago mis ejercicios pedestres, estirar, flexionar, estirar flexionar, al tiempo que tarareo eso de Santi Balmes. Que a quien madruga, Dios no existe.  

(Artículo publicado en Norte de Castilla, ed. Palencia. 18/11/12)


1 comentario:

  1. Buenas reflexiones las que nacen del dolor... Pero mejórese pronto, o se volverá locx XD

    Un abrazo

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