jueves, 14 de noviembre de 2013

Heterosexualidad, identidades, y otras formas de fraudulencia


Hay quien lo llama así, Quien lo llama asá. De mil formas. Yo lo llamo fraudulencia, que se parece al fraude, pero es mucho más simbólico y menos pragmático que éste, y por eso escuece más, y se ve menos, y los surcos que dibuja en la piel son tan dañinos como insignificantes. Va de otrxs, pero va de mí. O mejor: va de mí porque otrxs van de mí para mostrar lo mejor de ellxs mismxs. O no lo mejor, pero lo que quieren que el resto vea, en cualquier caso. La historia que quieren contar como si fuese su historia, sólo que sin tropezar para contarla.

¿Sabes cuando sabes que no es verdad la verdad? ¿Sabes cuando sabes que no va de admiración, porque quien admira respeta y quien respeta nombra? Borrar los nombres de las cosas que luces como propias es como hurgar sin permiso en los cuerpos de lxs otrxs. 

Somos lo que somos, quienes somos, en buena medida, en función de cómo nos nombramos, de cómo nos contamos ante el resto, de cómo nos mostramos al mundo. Cuando alguien se cuenta a sí mismx, se muestra al mundo de un modo que el mundo reconoce como identidad. No estoy hablando se ser genuinx, por dios, sólo hablo de ser íntegrx. Si alguien se presenta al mundo como yo, a mi modo, con mis sustantivos, con mis cadencias, con mis neuras, mis ideas, mis estructuras sintácticas, mis fobias, mis peinados, mis detritos y mis plantas de jardín, no está queriendo ser yo, sino usurpar mi identidad. Identidad que se nutre a cada paso de esa pequeña mitología cotidiana que cada unx proyecta de sí mismx. Al utilizarla, al usarla deliberadamente como propia, esx otrx se convierte públicamente en mí, y yo en una especie de vida al margen, de marca de agua que palidece ante una gran mano que amenaza, Milan en mano, con borrarme del mapa. De mi propio mapa. Como si todo fuese una metáfora de las identidades nihilistas en stop motion y nuestra vida allí, hecha de trazos precarios de grafito y plastilina.

Y cuesta, joder. Cuesta hacerse con un arsenal más o menos digno de utensilios identitarios. Cuesta juntar tus cadencias y contraer tus neuras y soportar tus cortes de pelo y adaptarte a tus manías morfosintácticas y defender con dignidad espartana todo eso, tus pequeños mitos domésticos, casi insignificantes; pero tuyos, al cabo, qué demonios. Con lo que cuesta, ya digo, y resulta que luego vienes tú, pelmazo, memo vestido con mis trajes, como decía Biedma, a ponerlo todo hecho un cristo y a fingir que aquí está pasando lo mismo que en el poema de Biedma sólo que sin mariconeos. Como si tú fueras yo o yo fuera tú o algún otro pérfido juego de espejos.

Con lo que cuesta leer ciertos libros, joder, y amar de ciertas maneras. Con lo que cuestan algunos trajes tejidos con hilos enhebrados en años. Con lo que cuesta enmendarse y desremediarse; hacerse la guerra y hacerse las paces al estilo propio; y hacerse el amor, también, con amor, de vez en cuando. Con lo que cuesta ser esto o aquello; licenciarse una vez, licenciarse dos; equivocarse de ese modo unas veces, acertar de ese otro otras muchas. Con todo lo que se fragua, lo que se queda, mientras tanto, y con lo que se va, que también mis agujeros me conforman. Pero de pronto alguien llega a tu stopmotion, agarra tu D.N.I. mitológico, simbólico, y se lo lleva de un plumazo metido en una caja. Ya sabéis, una de esas cajas que pueden transportarse fácilmente, y tú te quedas ahí, grafito y plastilina, en medio de tu stopmotion:; pero tu stopmotion ya no es tu stopmotion, porque tú ya no eres tú casi nada. Como una joyería a la que le roban todas las joyas, que ya no es una joyería casi nada; así que te quedas ahí, como digo, sin casi ser tú, siendo tú poquísimo, apenas lo justo para acabar la stopmotion y llamar a la policía, porque la joyería está limpia, como tú. Policía, me han limpiado la joyería. Y la policía que no, que una joyería sin joyas ya no es una joyería y que si no eres una joyería no puedes denunciar el robo de algo que no eres. Y tu cara se vuelve taciturna en la stopmotion, y te crecen ojeras de grafito muy grueso y muy oscuro y dejas caer el teléfono al suelo, muy muy despacio, como caen las cosas que se pierden para siempre, con esa especie de lentitud obscena en primer plano que lo pone todo perdido en cuanto a resolución de tiempo y espacio se refiere, y entonces quizá lloras algo, o quizá muy poco, no sé, pero acuarela azul en cualquier caso; y por otro lado la caja llena de tus cosas, la caja llena de ti, sostenida por alguien verdaderamente fraudulento -en mi caso, casi siempre una de esas "nuevas masculinidades"-, que sonríe con tu gesto y dice cosas morfosintácticamente tuyas, pero sintiéndose hegemónico, mucho más que tú, desde luego, mucho más poderoso, mientras pone en escena también, tus propios miedos y errores, pero desde la hegemonía de quien tiene el poder, desde el cetro acolchado y sólido de quien se sabe bendecido por el resto, por el ojo poderoso que vigila. Porque, como dice Belén Gopegui, esta historia no trata tanto de lo que no se ve como de lo que, viéndose, no se mira.

Porque a fin de cuentas, lo peor de todo esto es que quien se apropia de tus cosas y las mete en una caja tiene más pinta de propietario de la caja que tú mismo. Ése sigue siendo el maldito problema. Y tiene que ver con que su masculinidad es hegemónica y la tuya construida; y tiene que ver con que su deseo es el deseable y el tuyo el desviado; y es muy probable que tenga también mucho que ver con el hecho de que su polla sea de carne y la tuya, como la de Michael/Laure en Tomboy, de plastilina. De hecho, de eso estoy hablando, de la construcción de la identidad. De cómo hace veinticinco años yo era Michael/Laure, de algún modo, y él, de algún modo, mi miedo al ridículo de entonces. Y de cómo, veinticinco años después, las cosas  no han cambiando mucho. Lo suficiente como para que yo haya hecho de mis temores mis resistencias, sí, pero no lo suficiente como para que las cosas que hay en esa caja me sean, a ojos del mundo, más propias a mí que a quien me las quita.

La heterosexualidad lo usurpa todo. De todo se apropia, porque sabe que tiene el beneplácito de ella misma, un mundo hecho a su medida, construido para que todos sus movimientos parezcan gráciles y naturales (ay, la naturalidad) en su cuerpo social. Lo quiere todo. Y se lo lleva. La adaptabilidad trans, la supervivencia queer, la ternura vibrante construida sólo en el extrarradio de los afectos, de las sexualidades periféricas, la valentía intersex en medio de la sofocante dictadura binarista, el amor que no se nombra, la expresión que te deja en la cara el amor no nombrado, y los sonetos del amor oscuro. La heterosexualidad quiere escribir los Sonetos de amor oscuro, y no. El problema es que finge hacerlo y lo hace. Acaba por hacerlo, más pronto o más temprano, y los mete en una caja. Los mete en esa caja y se los lleva tan campante, con esa campechanía real -naturalmente- que tiene la heterosexualidad. Y tú llamas a la policía, pero la policía -¡sorpresa!- es también quien se aleja con tu caja entre los brazos, no nos engañemos, sonriendo con esa clase de sonrisa tuya, que un día fue tuya, quiero decir, que te perteneció, que te construyó y construiste, y él camina ufano, cargado con esa caja llena de tus cosas entre sus grandes manos hegemónicas de varón heterosexual (¡oh, las manos del hombre!) pensando: ¡Eh! ¡Qué gran capacidad de escucha tengo! ¡Estoy tan en sintonía con el mundo y sus seres más necesitados y eso me hace ser tan mejor persona! Soy tan tierno como una mujer, tan sensible como un marica, tan excitante como unx trans y tan descaradamente sexy como una bollera. Soy el paradigma, el gran hombre nuevo heterosexual, la nueva masculinidad. Y me he redimido. Gracias, mundo, por entregarme esta caja llena de cosas valiosas que van a construirme, que van a hacer de mí lo que ya soy por naturaleza después de que, por supuesto, las despolitice, para hacer no sólo que sean mías, sino borrar toda posibilidad de que alguna vez hayan sido de otrx.

Entonces, en ese momento, la luz va perdiendo intensidad, la cámara va apagándose poco a poco y tú sigues ahí, pero casi ya no. Tu polla de plastilina casi ya no, y todo lo que hacía de ti tú, se va borrando poco a poco en tu stopmotion. Y entonces, se apaga la luz, y en un punto de la imagen, como en una Rayuela virtual, una curva de puntos de grafito une tu yo borrado con tu caja mitológica, todavía en las manos zombies de esa nueva masculinidad heterosexual que ni siquiera tuvo la comezón de sentirse fraudulenta, incluye un link casi tonto, tan tonto como imprevisto, que cierra tu stopmotion y te lleva a esta canción


y a esta otra... si me apuras.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

APRENDER Y EVITAR

Llevamos ya mucho tiempo con el tiempo echándosenos encima. Mucho. Tal vez demasiado. No. Tal vez no. Seguro. Demasiado tiempo a vueltas con las horas y los meses y los días. Demasiado tiempo pendientes del tiempo y sus manecillas terribles, implacables, y demasiado tiempo olvidando los ritmos, sin embargo. Los ritmos de las cosas. Como si viviésemos en una especie de Trastorno de Déficit de Atención por Hiperactividad cronológica, o algo así, pero a escala planetaria.

Una acuciante necesidad enfermiza de acontecimientos nos apremia a cada paso, y no sabemos ser ni estar si no es solapando unos tiempos con otros, unas fechas con otras, sin saber disfrutar de ninguna, en realidad, sin dejarnos acariciar por el tiempo. Tengo una amiga que dice que el tiempo es una putada, pero yo creo que no. Yo creo más bien, que el tiempo es un chicle de un sabor rematadamente raro, y uno puede masticarlo, estirarlo y explotarlo todo el tiempo que quiera, valga la redundancia, y hacer de esa pequeña bola irregular y pegajosa, más o menos, lo que le venga en gana. El problema, en realidad, es que los seres humanos, antes que animales de costumbres somos animales de imitaciones, y uno sólo puede hacer con sus cosas aquello que ha visto hacer a los demás con las suyas. Eso, que es en realidad tan simple, tiene unas aristas tan afiladas como la navaja de un barbero, porque supone tanto como decir que lo que no se ve no existe. No existe porque, simplemente, no puede ser visto ni, por tanto, contemplado como una realidad posible, como una posibilidad.

Este sistema básico, casi primario, yo diría, es en el que, en realidad, se basa nuestra realidad occidental; desde las cuestiones de Estado hasta aquellas otras más cotidianas y triviales pero no por ello menos importantes. Para controlar algo o a alguien, ya sea a una persona o a millones de ellas, basta con llevar a cabo, de manera simultánea, dos procesos bien sencillos y precisos: por un lado, invisibilizar todo aquello que no interesa que sea conocido por la mayoría, porque implicaría una mayor autonomía de ésta y por tanto, una pérdida de control y poder sobre ella; y por otro, sobreexponer a la vista de esa misma inmensa mayoría todo aquello que interesa que sea conocido –y finalmente deseado- por ella. Es muy posible que si te ponen delante un plato de acelgas una y otra vez, acabes por odiarlas, pero si miras a tu alrededor y ves a todos tus semejantes comiendo acelgas de un modo entusiasta, sentirás, de algún modo, que eres tú quien está equivocado, así que acabarás por abrir la boca de manera voluntaria –y lo que es peor aún, hasta entusiasta- y deglutirás tú mismo con amor todo aquello que han programado que adores, aunque sin esa sobreexposición sólo te hubiese despertado rechazo o a lo sumo indiferencia.

Estoy hablando de algo sencillo. Hablo de algo básico que ya se recoge en aquel refrán tan letal que se atreve a afirmar sin el más mínimo pudor que el roce hace el cariño. El roce hace el cariño. Como lo leen. No el goce, no, sino el roce, esto es, la sobreexposición, la reiteración, la repetición y el machaque hasta el hartazgo. Esa clase de reproducción tozuda, porfiada, insistente, tenaz y machacona que está y se hace presente de un modo constante, sin tregua, sin descanso, en cada cosa de la vida y, sobretodo, en cada cosa que de la vida nos toca. El poder, en todos sus ámbitos, es un estratega muy simple. Primero nos aísla y después nos dice qué hemos de hacer para no sentirnos tan solos. El capitalismo, por ejemplo -pero no sólo-, con sus múltiples tentáculos confusos, nos crea necesidades donde no había carencias y toda necesidad creada es un agujero, a fin de cuentas. No quiero ese coche porque sea el coche que quiero, necesariamente, sino porque es el coche que se han empeñado que quiera. Es el que quieren que vea, una y otra vez, para acabar por desearlo. Igual no tengo carné de conducir. Igual voy andando al trabajo, o en bicicleta, igual nunca me han gustado los coches, pero todo se pone en marcha hacia él porque el mundo se ha empeñado en que así sea. La radio, la prensa, la tele, los amigos, la imagen pública, los vecinos, la presión social, las leyes, la anatomía de la ciudad, su urbanismo, su pulso, sus ordenanzas municipales. Todo. Absolutamente todo. Cada pieza de esta intrincada maquinaria tóxica nos empuja a un deseo inoculado, a un único plan que no tiene por qué ser el nuestro pero que, a falta de más referentes que nos muestren otros modelos de transporte, de ciudad, de cohesión social o de modos de vida, y ante el hecho de que todo parece moverse hacia allí, resulta verdaderamente difícil diferenciar entre lo que es de uno y lo que el mundo te mete en los bolsillos.

Lo mismo ocurre con nuestra educación sentimental, escuálida, dañina y tóxica como el gas natural, aparentemente inocua e inodora, como el gas natural, que nos adormece en juegos florales de lírica provenzal, con el dióxido de carbono que acabamos inhalando por la mala combustión de nuestros afectos, que los vínculos afectivos enfermizos se encargan en disfrazar de sueños inducidos de amor y deseo. Y otra vez el coche, y la publicidad engañosa, y en el amor, también, la publicidad engañosa, y los trucos sucios de poder y hegemonía, y la monogamia heterocéntrica y patriarcal, y el amor romántico, que no es un mito, como el Ratoncito Pérez o el Hombre del Saco, sino que es real, como las estrategias de dominación en las que se basa y los urbanismos emocionales que traza en nosotros, diseñando nuestras ciudades afectivas en base a un único modo posible de amar y de gestionar el amor y los afectos, mapeándonos la sentimentalidad con esa única estrategia cartográfica, presionando socialmente con los afectos, un único modo posible, vecinos, amigos, extraños como guardianes y a su vez víctimas también, de un único y hegemónico proyecto que legisla, de un modo solapado pero infalible, estrategias de control sobre los afectos que funcionan como leyes no escritas, como ordenanzas sentimentales que nos dicen cómo debemos ir al amor y lo afectos, sin importar si queremos caminar o ir, tal vez, en bicicleta a los quereres.
No soy uno que aprende, decía Bukowski, soy uno que evita. Y yo creo que aprender es, más bien, evitar, casi todo el tiempo. 

martes, 8 de octubre de 2013

GENTRIFICACIÓN, UNA SEÑORA DEL CRISTO



Hace unos meses, me topé con el término “gentrificación” en un artículo de la editorial Traficantes de Sueños  (más info, con podcast incluidos, aquí) sobre el libro de Neil Smith, La nueva frontera urbana (que podéis descargar completo aquí). El término adoptaba un peso significativo, así que no tardé en googlearlo.

‘Gentrificación’ (del inglés, gentry, ‘burgués’) es un proceso de transformación urbana en el que la población original de un sector o barrio deteriorado y con pauperismo es progresivamente desplazada por otra de un mayor nivel adquisitivo a la vez que se renueva.

Sentí la necesidad intelectual de investigar un poco más, pero vamos, que así, grosso modo, el fenómeno de la gentrificación se me figuraba eminentemente urbano, con una cara molona –la mejora de barrios depauperados y la regeneración de su tejido social- y una cruz más que notoria –el desplazamiento de las vecinas, de la gente de siempre del barrio, o incluso su invisibilización y consiguiente éxodo-. El fenómeno venía sucediendo ya en algunos barrios de grandes ciudades, tales como el Harlem, en New York; el Soho, en Londres; o los barrios de la zona del Este de la ciudad de Berlín, que fueron ocupados por gente joven, inmigrantes, punks, artistas e intelectuales, que se trasladaron a esas zonas donde nadie quería vivir, creando una subcultura y un tejido artístico, social e intelectual que terminó por ponerse de moda, algo que las autoridades locales quisieron, de modo oportunista, explotar a posteriori, creando una especie de “marca” que ha sido utilizada como reclamo publicitario, con un enfoque claramente turístico y capitalista lo que se sitúa en las antípodas de lo que movió a esos viejos-nuevos moradores a establecerse en aquellos lugares en los que nadie entonces quería.



En nuestro país, este fenómeno se viene dando, sobretodo, en grandes ciudades. Es el caso de El Rabal, en Barcelona, o Malasaña, en Madrid, donde el colectivo Left Hand Rotation (LHR) trabaja sobre este fenómeno en su taller titulado “Gentrificación no esun nombre de señora”, en el que se hace especial hincapié en los aspectos culturales del proceso. En el madrileño barrio de Lavapiés, sin embargo, ese mismo tejido social de “nuevas pobladoras” (inmigrantes, jóvenes intelectuales, artistas, activistas queer, etc.) se está involucrando con los antiguos vecinos del barrio, luchando así contra el desplazamiento de la población popular que conlleva el propio proceso de gentrificación, pero creando, a través de la cultura, algo que antes no había: conciencia social en el barrio, intereses culturales activos y una implicación social diversa pero aglutinadora que teje redes en torno a ese mismo tejido social activo y vivo del que sus primeros “nuevos habitantes” pero también sus vecinas de siempre, son cada vez más partícipes.

Después de haber leído algo más sobre estos procesos, y salvando las evidentes diferencias entre una gran urbe y una pequeña ciudad de provincias como Palencia, no tardé en asociar este fenómeno en nuestra ciudad al tan genuinamente palentino barrio de El Cristo. Un barrio extrarradial, a medio camino entre lo urbano y lo suburbano, casi extramuros, y vinculado geográfica y socio económicamente al suburbio, la precariedad, la delincuencia, la escasa formación, la periferia y el menudeo que se ha visto seriamente transformado, en gran medida, por un nuevo capital humano que ha ido poblando el barrio, integrándolo en la propia ciudad pero también gentrificándolo. Sin embargo, de un modo similar a lo que está ocurriendo en Lavapiés, hay en torno al Cristo, un tejido social formado por jóvenes, inmigrantes, artistas y activistas que fueron pioneros en regenerar “nuestro Harlem palentino” y que ahora están haciendo barrio con el barrio, tejiendo redes e imbricando lo popular (tejido social, arquitectura, etc.) con sus nuevos moradores. Y en gran medida creo, bueno, creo no, tengo la absoluta certeza, de que la Escuela de Teatro Casa del Agua, así como la Sala Encoarte, ambas fuertemente vinculadas, han tenido mucho que ver ello.



Sé que hay mucha gente que no sabe que en el barrio de El Cristo, nada menos, hay un oasis cultural contemporáneo, llamado Sala Encoarte. Un espacio multidisciplinar y autogestionado donde se llevan a cabo producciones escénicas, sonoras, poéticas y multidisciplinares de artistas de Castilla y León, fundamentalmente, por el que también han pasado premios Max de teatro, músicos con reconocimiento internacional, obras inéditas en España y artistas con dilatadas trayectorias. Sé también que hay mucha gente que no sabe que en el barrio de El Cristo, nada menos, La Sala Encoarte está directamente imbricada con La Escuela de Teatro Casa del Agua, cuyo nombre es deudor del lugar en el que se encuentra -los antiguos depósitos de agua de la ciudad-, y que se dibuja como una escuela de intercambio cultural y aprendizaje que aborda los distintos lenguajes del cuerpo, desde la expresividad corporal o el yoga físico, pasando por los talleres de clown, la iniciación al teatro u otras apuestas más contemporáneas como el teatro contemporáneo; y que también realiza talleres, cursos y proyecciones, donde el aprendizaje activo y el intercambio generan un tejido cultural en el barrio y, por ende, en nuestro caso, también en la ciudad.



Tanto la Escuela de Teatro Casa del Agua como La Sala Enconarte se conciben como lugares de encuentro para mentes inquietas y personas diversas; lugares de intercambio entre creadoras y creativas –artistas o no- donde se adopta una actitud de escucha activa que entronca con el concepto de cultura como elemento de regeneración social. Espacios autogestionados de encuentro que abren nuevos caminos de creación imbricados con las propias necesidades del barrio y sus gentes y que generan un clima de crea-acción muy similar al que, como digo, se está promoviendo en barrios como Lavapiés, y cuyo eje principal es la cultura. El viernes, sin ir más lejos, show arrabalero en vivo. Hoy, mañana y tarde, teatro infantil y los talleres, en la Casa del Agua, acaban de empezar. No me digan que no dan ganas de formar parte.

Y aquí, el documental sobre gentrificación titulado Luz, de 24 minutos, y subtitulado en español. Enjoy it! http://vimeo.com/32848727

jueves, 8 de agosto de 2013

Cartografías de la caca


Leo sobre torturas. Sobre ultrajes varios. Torturan a sirios en Siria, a maricas en Rusia, a mujeres en bikini, a paradxs endeudadxs, a toros en Tordesillas. Y todxs esxs torturadxs son intercambiables entre sí por todxs esxs torturadorxs. La sociedad en la que vivimos veja, destruye, fuerza, viola, somete, expolia, explota, humilla y aniquila la vida. La vida en todas sus formas. La vida así, en general. Lo que late, lo que respira, lo que transpira, lo que crece. Pero resulta que lo hace proporcionando, además, previamente, un dolor indescriptible, una tortura enfermizamente sádica e inexpugnable, inabarcable e inconcebible muchas veces para el entendimiento, llamémosle humano, que hace verdaderamente imposible distinguir el dolor entre tanta herrumbre justificatoria y putrefacta. 


"Su mejor cliente".
Viñeta de Winsor McCay, 1917
Hemos llegado a un punto en el que la ética dialógica de Habermas es apenas un metro de papel higiénico barato con el que limpiarnos las toneladas de mierda que llevamos encima. No nos sirve. No nos vale. No es, en verdad, suficiente. Ni mucho menos. Y lo siento por Habermas, y mejor aún: que se joda Habermas. Decía Marcuse que "las sociedades opulentas absorben toda contradicción", y que por eso no podemos en realidad, muchas veces, hacer fuerza contra la fuerza. Digo esto porque creo, muy a mi pesar, que hemos llegado a un punto en el que nadar en mierda nos ha llevado a especializarnos en desechos, y ahora venimos dándonoslas de gourmets comecacas que distinguen el purín del mojón sólido, y así hasta un sinfin de subtipos de excrementos putrefactos, como hiciera ya una vez Aristóteles con los géneros literarios. Es así. El hombre blanco heterosexual aspirante a burgués (ya ni a eso llega), es un yonki de las cajitas con etiqueta, y aun cuando todo explota, él sigue teniendo la necesidad imperiosa de clasificar su ropa sucia: aquí los orines, aquí las zurraspas. En realidad, es un modo bastante patético de tratar de mantener el control cuando todo se ha ido a la mierda, peor aún, cuando todo se ha convertido en ella, y en vez de asumir que todo es ya más bien detrito, y que el detrito es, al cabo, desechable, no cesa en su empeño de clasificar lo inservible, no con la intención de reciclarlo, sino como una simple manifestación de su peripatética neurosis.

La clasificación consiste, fundamentalmente, en decidir qué es más y qué menos importante, y qué mierdas han de ser limpiadas con más urgencia que otras. Lo que no deja de ser curioso en un mundo que chapotea en un lodazal de deshechos. Pero los caminos de la neurosis del hombre blanco heterosexual y cuasiburgués son inescrutables, así que éste empieza a disponer, a jerarquizar la limpieza de la mierda y su importancia y por tanto, a decidir arbitraria y subjetivamente a partir de una suerte de BIBAH LLO, qué cosas son urgentes y qué cosas son "pequeñeces", "inmundicias", "pequeños traspieses" que habría que eliminar -nótese el condicional- pero que "no urgen"  porque -y esta es mi parte favorita- "con la que está cayendo, hay que establecer prioridades". 
Evidentemente, la pregunta que surge es que quién establece esas prioridades y, evidentemente, la respuesta -variación arriba, variación abajo- viene siendo "mis cojones", lo que, mira tú por dónde, no hace sino echar mierda sobre mierda, humillación sobre humillación, sometimiento sobre sometimiento, como si no tuviéramos ya bastante.

No me gustan los toros, PERO; No soy racista PERO; No soy machista PERO; Soy ecologista PERO son algunas de las consignas más utilizadas por estxs  salvadorxs de la patria que con el cuento de su neurosis jerárquica, vienen a seguir añadiendo leña al fuego putrefacto. Como si no ardiera éste ya lo suficiente. 

"Coffee break" (Fotografía tomada durante la II Guerra Mundial)
Porque, si la crisis comienza a ser la excusa para ser permisivxs con: 1, 2, 3, responda otra vez: la tortura y explotación animal, la homofobia, la transfobia, la lesbofobia, la muerte como espectáculo, la explotación, el machismo, el paternalismo y un sin fin de "cosas menos importantes", lucharíamos tan sólo por aquellas causas que el pensamiento/clase/género/raza dominante considere "importantes", por lo que estaremos añadiendo más dominación aún, más fango descompuesto, más podredumbre apestosa. La mierda es mierda toda, y toda huele mal. Es más, todos los detritos de este mundo, la tortura animal, la hegemonía del capitalismo salvaje y del heteropatriarcado, el apestoso etnocentrismo antropocéntrico y un sin fin de cacas más, tienen su origen en el mismo crimen: una falta absoluta de empatía para con elx otrx y un deseo turbio, tanático y obsceno de dominación. Y hasta que no entendamos esto, hasta que el machirulo anarcomierder no entienda que su lucha contra el capital no es más importante que la lucha contra el binomio de género o la feminista de libro no entienda que su lucha contra la dominación patriarcal no es menos importante que la lucha contra la explotación y el maltrato animal, por poner sólo dos ejemplos, no sólo no estaremos haciendo nada para mejorar el mundo, sino que estaremos alimentando a la bestia, y contribuyendo aún más a que este lodazal inmundo de putrefacción enfermiza colmado de mierda sanguinolenta y lacrimógena en la que se hunden las lágrimas purulentas de lxs torturadxs vivxs, siga creciendo y creciendo, mientras metemos las heridas en cajas, lxs muertxs en cajas, y vamos, como sádicxs y metódicxs bibliotecarixs, cartografiando la caca y tejuelando el exterminio de la vida, en todas sus formas.

martes, 6 de agosto de 2013

Derivas

Leo. Releo. Me dice. Le digo. Me pide. Me demoro. Me pide. Le pido. Se demora. Me demoro. Me demoro. Se demora. Tardo. Me siento. Escribo. Reescribo. Una tilde. Dos comas. Un punto. Apenas. Nada. Casi nada que merezca ser contado. Me dice bien. Me dice. Dice. Está todo bien. Me dice. Fotos. Un par. Tal vez tres. Tres fotos. Tres fotos y luego un párrafo se esfuma. Mi párrafo se ha esfumado. Me dice. Me dice. Esfumado. Y estaba justo aquí. Me dice. Justo aquí. Esfumado.

ES

FU

MA

DO

Como un contenedor flotante en una ciudad portuaria. 

Derivas.  

Imagino al párrafo, tremenda masa errática de amasijos narrados, amarrados con bridas textuales, flotando a la deriva, derivándose en tus túes, en mis yoes, en nuetros BLA, BLA, BLA. Flotando. Desmenbrándose de consonantes que varan contra rocas de significados huecos, formando sedimentos que silabean voces que nunca habrán ya de ser narradas. Rastreándose bajo el agua como actantes desconyuntados. Los párrafos perdidos no flotan, se sumergen como selvas sumergidas y ya nadie vuelve jamás a seguir sus rastros. 
Se derivan en salinidades ásperas y todo lo que una vez fueran a decir se convierte en todo lo que una vez ya no dijeron. 

Mi párrafo. Me dices. Ya no está. Estaba pero ya no está. Mi párrafo ya no está, insistes, y todo se vuelve no contado. Como una metáfora no dicha que hubiera perdido un sema en la humedad caliente del beso que no me has dado. 

lunes, 24 de junio de 2013

Punkies con vocación

¿Quieres ver cómo tús hijos se divierten, realizando actividades, aprendiendo o bailando con las animadoras? Trae a tus hijos al centro lúdico --------.

Esta cantinela suena varias veces cada día en la radio local, promocionando un centro lúdico or something like this, uno de esos lugares en los que lxs tutorxs aparcan a su prole ocho horas diarias. Como un aparcachoches de pago, pero de niñxs, y subvencionado por el Estado (en detrimento de las escuelas infantiles públicas, of course). 
Si analizamos de un primer vistazo el texto del reclamo, podemos suponer que éste utiliza un lenguaje inclusivo (pues introduce el femenino), pero si nos fijamos bien, veremos que, en realidad, se trata de un texto, no ya hegemónico, sino directamente, machista, sexista y muchas cosas más. Veamos:

1. Si el texto hubiese querido ser inclusivo, hubiese usado "hijos e hijas", por ejemplo, o -más inteligente- hubiese evitado la marca de género. Algo como: "quieres ver cómo tus peques se divierten, bla bla bla...". Pero no hace ninguna de las dos cosas.
2. Si el texto no hubiese hecho una reflexión atravesada por la idea de género, en ninguno de sus aspectos, se hubiese limitado al uso del masculino, que es el género gramatical no marcado en nuestra lengua y, por tanto, el que tradicional y hegemónicamente se utiliza por defecto para universalizar. Si esto hubiese sido así, el "tus hijos" se hubiese quedado tal cual, pero  la otra marca de género que aparece en el texto, en el Sintagma Nominal "las animadoras", hubiese mantenido también el masculino, teniendo que ser, obviamente, "los animadores". La llamada publicitaria, en este caso, quedaría tal que así: ¿Quieres ver cómo tus hijos se divierten, realizando actividades, aprendiendo o bailando con los animadores? Ven al centro lúdico --------

¿Dónde está el problema?, pensaréis, y tendréis razón. Pero para las mentes enfermas de heteropatriarcado,  que un hombre haga tareas de animador es denigrante (a no ser que sea monitor de campamento, lo que le imprime cierto rango jerárquico, valor siempre masculino), porque lo masculino no puede ser lúdico. Pero no  queda ahí la cosa, sino que se trata, en efecto, de animar a la infancia, y aquí ya la cosa se complica sobremanera, porque el cuidado de la infancia es y sigue siendo, algo vetado para los (bio)hombres. Desde el feminismo se habla mucho a cerca de la ternura masculina y de la implicación de los hombres en la crianza de sus hijxs, pero se dice muy poco a cerca de los (bio)hombres y la crianza de lxs hijxs de lxs demás. La profesionalización del cuidado dentro del ámbito masculino sigue siendo un tabú más pesado que una losa, y por eso este tipo de mensajes, arrastran este peso en forma de discurso. Además, el cuidado de los (bio)hombres para con la infancia, se sigue relacionando, desde muchos ámbitos, con cuestiones cercanas a la pedofilia y de un modo indirecto, a la homosexualidad masculina, vinculada con ésta, haciendo así un cóctel de mitos venenosos que resulta letal para todxs. 

Una vez tuve un alumno punky -un buen alumno con un mal expediente-, que descubrió su vocación en la educación infantil. Consiguió el título de Técnico Superior en Educación Infantil, y me contaba que era el único (bio)hombre de su promoción. Cuando volví a verlo, después de unos años, me dijo que andaba en otras cosas "imposible trabajar de lo mío si eres un tío". Ésas fueron sus palabras. 

Así que, ya sabéis, si queréis que vuestra prole crezca en un lugar en el que, a través del lenguaje, se sigue alimentando la violencia, en un lugar en el que se sigue considerando a la mujer digna de "animar" y "bailar" con tu descendencia (porque todo el mundo sabe que las mujeres no sienten ni pueden sentir deseo sexual alguno, y además "se les dan muy bien lxs niñxs por naturaleza"), pasad de largo este tipo de mensajes. Yo seguiré prefiriendo estar alerta a las palabras, que nos dicen quiénes somos, cómo somos. Porque, si tengo que elegir, prefiero que sea un punky con vocación el que baile con la infancia de este mundo.

martes, 21 de mayo de 2013

PUERTOS DE MONTAÑA

Iba a hacer una entrada -que otro día haré- sobre el equivocado concepto de "lenguaje inclusivo" que tiene -o tenemos, muchas veces- el grueso de la sociedad, pero me topé con el proyecto de Óscar D'Aniello (Delafé en Delafé y Las Flores Azules) y quise compartirlo con vosotrxs. "En el fondo -dice él-, se trata de ir a lo conocido, el pueblo de mi padre, desde lo conocido, pero atravesando lugares que no conozco". Llevar las cenizas de su padre hasta el pueblo de éste, un pueblo con nombre de 'deseo' -Desio-, muy cerca de Milán, pedaleando en su bicicleta desde Barcelona. Porque su padre y él ya tenían los billetes de tren comprados para hacer ese viaje, pero el cáncer llegó antes, la prisa llegó antes, y la muerte, que siempre esprinta en las líneas de meta, ganó por la mano. 

En realidad, la muerte te sitúa en lugares estratégicos. Y te hace escribir poemas, o dejar de escribirlos, llegado el caso. Te lleva a pedalear desde Barcelona hasta Milán y a ser un poco Ulises y Penélope al mismo tiempo, porque avanzas con la esperanza de hacer más llevadera la espera y esperas, qué demonios, con la intención de avanzar mientras tanto. He visto también algo propio en todo esto. Algo cercano. 12 días dando pedales hasta el lago di Como para hundir en él las cenizas de su padre y la bicicleta que le ha llevado hasta allí. Y hundirlas hasta el fondo, en las aguas de uno de los lagos más profundos de Europa, con forma de cuadro de bicicleta. Porque a veces las metáforas se parecen demasiado a sí mismas y unx no sabe hasta dónde Penélope, hasta dónde Ulises, hasta dónde Homero y hasta dónde el deseo de confabularse en los tres. 

Por eso, llegado el caso, lo mejor es cantarlo, si se puede, contarlo, si es posible, y hacer que las cosas crezcan, incluso las que no están; hacer que todo amanezca, de algún modo, ser Ulises y Penélope. Ser Homero, al mismo tiempo, releerse, y sudar la camiseta en los puertos de montaña.